Durante dos años trabajé como camarera de comedor en un hotel de la costa. Como era la más cría y, además, rápida como una comadreja, mis mesas siempre estaban al final del inmenso comedor, con lo que tenía que recorrer interminables distancias desde la cocina hasta mis clientes. Eso no era un inconveniente para mí pero con tantos desplazamientos y a la velocidad a la que trabajábamos el riesgo de resbalones aumentaba. La primera caída fue antológica: aplausos de unos comensales, risas de otros, chanzas de los camareros, felicitaciones del pasavinos... Me juré, mientras me levantaba, que aquello no se iba a repetir.
Unas semanas después, al perder el equilibrio de nuevo, mientras la bandeja volaba por los aires, cerré los ojos, me dejé caer sin resistencia y me hice la muerta. Oí ruidos de sillas que se movían y pasos acelerados de compañeros que se acercaban. Me incorporaron, me hicieron aire con el abanico de una turista, me sentaron en la silla del cliente más cercano y me dieron un vaso de agua mientras yo volvía en mí y disfrutaba del protagonismo.
Y salí del comedor del brazo del maître como una princesa. Ganas me dieron de levantar la manita y hacer un gesto de despedida a mi público.