Cuando tenemos que comprar algo para la casa siempre vamos los dos: ya sea un nuevo sofá, una estantería en Ikea o, simplemente, elegir una tela para el nuevo estor del cuarto de nuestro hijo. Sin embargo cuando se trata de renovar mi vestuario prefiero ir sola. Siempre sola. Y cuando regreso jamás muestro mis nuevas adquisiciones sacándolas de la bolsa. Antes me dejaría matar. Me voy al dormitorio y me visto tal y como me he imaginado con esa blusita recién llegada a mis manos. Procuro que no falte ni un detalle: la falda adecuada, las sandalias precisas, la hombrera del sujetador que quiero que asome o el pañuelito al cuello que pide a gritos. Y entonces es cuando salgo del dormitorio, digo ¡tachán! y me pongo delante de él. Me encanta ese juego.
El día que me compré la falda roja fui un poco más lejos. Asomé la cabeza y le pedí que cerrara los ojos y se sentara en el sofá. Me acerqué a él, me senté a horcajadas en sus rodillas y le pedí que me tocara las caderas. Qué tacto más exquisito, me dijo, acomodándome mejor en sus piernas y atrayéndome hacia él. Bajó las manos hasta mis rodillas y empezó a deslizar la seda hacia arriba mientras me decía que me sobraba algo, no me sobra, le dije, te sobra, me insistió, me subestimas, le reproché, no habrás sido capaz, me atajó, quería sentir la seda sobre mi piel, le aclaré, eres una bruja, me susurró al oído, tú crees, musité... en el momento en el que él comprobaba que no había nada bajo la falda que sobrase.