viernes, julio 09, 2004




Hace años leí El gran cuaderno. Es una novela corta que narra las peripecias de dos hermanos gemelos, acogidos con desgana por una abuela que los desprecia, y su manera de enfrentarse a las humillaciones cotidianas. Logran endurecerse y salir adelante. La novela acaba cuando deciden separarse para afrontar el único reto que les queda pendiente: sobrevivir cada uno por su lado. Esta novelita de Agota Kristof me recordó una de mis angustias recurrentes al llegar a Madrid: temía perder la cartera, o que me atracasen, y encontrarme sin dinero para pagar el transporte de vuelta a casa. Vivía sola y no tenía padres o hermanos a quienes telefonear para que me sacaran del apuro. Dependía sólo de mí misma y lo sabía.

Un día me dije que si me ocurría algo así resolvería el problema pidiendo dinero para el Metro a la primera persona que me encontrara. No sería difícil que algún alma caritativa se apiadara de mí. Tendría la cara suficiente para hacerlo, me preguntaba, o me paralizaría la vergüenza. Para salir de dudas decidí tirarme al agua.

El lunes viajé gratis gracias a la generosidad de un jubilado; el martes recurrí a una chica de mi edad: el miércoles rogué a una taquillera de la estación de Sol que hiciera la vista gorda y el jueves un tío joven con pinta de ejecutivo al que abordé me soltó un puñado de monedas, más del triple del importe del billete. A punto estuve de decirle que no necesitaba tanto pero lo pensé mejor y me compré un helado. Hay que darse una alegría de vez en cuando, pensé.