miércoles, febrero 23, 2005




Como nunca me han dolido prendas rectificar, después de oír vuestras reconvenciones al post del domingo decidí levantar el veto a Minghella y ayer alquilé en el videoclub Cold Mountain. No me gusta perderme nada que me pueda hacer disfrutar y confieso que siento verdadera debilidad por Nicole Kidman y que Renée Zellweger también despierta mis simpatías. Así que corrí un tupido velo, conecté el home cinema y me tumbé en el sofá con mi manta de Ikea dispuesta a dejarme seducir. Reconozco que no pude evitar un reflejo pavloviano: cada vez que la Kidman se sentaba frente al piano temía que Glenn Gould saliera de sus manos, pero afortunadamente aunque tocaba como los ángeles (me pregunto a qué pianista famoso tocó expoliar en esta ocasión), tuve suerte y ni las Variaciones Golberg, ni las suites inglesas o francesas se dejaron oír.
Eso sí, me temo que voy a tener que proscribir de nuevo a ese afamado director: la película me resultó hueca, mal contada y pretenciosa, y su director me sigue pareciendo un mediocre de cojones. Menos mal que siempre nos quedará Clint Eastwood y su Million Dollar Baby me está esperando en la oscuridad de una sala de cine. Me consta que es un auténtico regalo.