Nuestra relación estuvo pendiente de un hilo desde que le conocí, pero a pesar de ello nunca quise tirar la toalla. Me empeñé en sacarla adelante con la obstinación de una cría de pocos años y la confianza absurda de aquellos a los que la vida no les ha regalado nada y creen que todo hay que intentarlo. Esa tarde me moría de ganas de verlo, de tocarlo. Cada vez que pasaba por delante del teléfono le miraba inquisitiva como animándole a sorprenderme, pero el aparato, un modelo góndola de color rojo, no salía de su mutismo. La otra alternativa me estaba vedada: yo no podía llamarle por teléfono. Tenía una agenda que me lo impedía. En ella apuntaba todos los contactos: TE significaba que él me había llamado y TY que era yo la que había tomado la iniciativa. Las dos últimas anotaciones eran dos TY así que sólo me quedaba esperar, y volver a repasar las fechas para convencerme de que doce días sin noticias de él no era para desesperarse.
Me dije que podía ir al cine a distraerme un rato, echaban una película sobre un cuento de García Márquez en los cines de al lado de mi casa que no tenía mala pinta, pero luego pensé que quizás fuera esa tarde cuando él decidiera llamarme. De pronto se me hizo la luz. Bajé un viejo radiocasete del altillo, le puse una cinta virgen de noventa minutos, apreté el botón de grabar y me fui corriendo al cine. La película era bastante decente y consiguió distraerme, no recuerdo su título pero siempre que la evoco la asocio no sé por qué razón con el cuadro de Ofelia.
De vuelta en casa rebobiné el casete y me dispuse a escucharlo mientras me tomaba un café en la terraza. Sólo se oía el sonido del aparato. Como a la mitad de la cinta sentí ruidos como de papeles volando y al asomarme por la ventana vi que parte de mis apuntes de Estructura estaban debajo de la mesa. Cuando ya había perdido todas las esperanzas sonaron los timbrazos del teléfono y me levanté a darle al stop contenta y apesadumbrada a la vez. Pero para mí sorpresa el teléfono siguió sonando y sin podérmelo creer me lancé sobre él. Y una voz querida y deseada me pidió que le invitara a mi terraza a tomar un café, que hacía una noche espléndida para eso, me dijo.
No volveríamos a tener una cita como ésa hasta dos años después, pero eso afortunadamente yo no lo sabía esa noche y pude disfrutar cada minuto como si me fuera la vida en ello.