martes, febrero 08, 2005




Cuando me instalé en el ático a espaldas de la Gran Vía, ellos ya vivían enfrente. Era una pareja muy joven y ocupaban un apartamento abuhardillado cuya ventana daba sobre mi terraza. Sólo nos separaban los escasos metros de una calle muy estrecha y cruzamos cientos de veces nuestras miradas aunque jamás nos dirigiéramos la palabra. Sé que se dieron cuenta de los saltos que daba al sonar el teléfono y que acabaron sabiendo que si al colgar ponía en el tocadiscos el "Para ti que sólo tienes quince años cumplidos..." y salía bailando a la terraza es que tenía cita a la vista y estaba contenta. Supongo que se sorprendieron cuando un día vieron que ya no vivía sola y que el recién llegado había venido acompañado de un gato siamés, idéntico al que ellos tenían. La chica creo que estuvo de acuerdo con mi elección sobre todo cuando coincidimos en el mercado y vio que era mi chico, y no yo, el que hacía los pedidos a los tenderos.
A veces les oía discutir y otras amarse, a pesar de que subían tanto el volumen de la música que parecía que Bob Marley estuviera cantando para todo el barrio. Al anochecer el chico se asomaba a la ventana para llamar a su gato y a mí, que estaba apoyada sobre la barandilla de la terraza, me daban ganas de decirle que no se le veía por ningún lado o, por el contrario, que estaba tumbado a escasos metros, pero nunca nadie dio el primer paso. Una tarde apareció una cría en la ventana, tendría cinco o seis años, y en cuanto me vio me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y ella me dijo su nombre. Me preguntó que con quién vivía y le contesté que con un amigo y ella me contó que estaba de visita en casa de su tía y de su novio Luis. Luego me preguntó cómo se llamaba mi gato y si comía rosquillas. Y mientras hablaba con ella me lamentaba de haber perdido en el camino ese desparpajo para relacionarse que tienen los críos y que nos ahorrarían unas cuantas soledades.