lunes, febrero 21, 2005




Lo único bueno que tienen los trabajos precarios es que el día que te cansas los mandas a paseo sin más consideraciones. En mi época de camarera cambié cuatro veces de hotel en poco menos de tres años y cuando cuidaba críos, ya en Madrid, también tuve cuatro destinos en apenas dos años y medio. En los hoteles tendías a buscar un comedor con menos mesas a tu cargo y con los críos pasé de cuidar cuatro a ocuparme sólo de uno. El cansancio en este último trabajo no venía por soportar a los niños como podría pensarse. Con los críos siempre tuve unas relaciones muy estrechas y nos entendíamos de maravilla; por un lado, yo era casi tan infantil como los enanos a los que cuidaba y, por otro, estaba tan sola que volcaba mi afectividad en ellos, cosa que recibían con agrado. Aguantar a las madres sin embargo era más complicado, terminaban teniendo celos de tu relación con sus hijos y aunque al principio se mostraban encantadas al final les acababa incomodando y empezaban las tiranteces.
Uno de esos cambios lo hice aprovechando las fiestas de Navidad, me fui a pasarlas con mi familia y a la vuelta me busqué otra casa. Llegaba a primera hora a Madrid, dejaba la maleta en la consigna de la estación, me compraba el periódico y me sentaba en un banco a hacer la selección. Luego buscaba una cabina, concertaba las citas para por la tarde y por la noche ya solía estar instalada. El único inconveniente era que entre el banco y la cabina había un bar con una gran cristalera y en ocasiones los que estaban dentro tocaban con los nudillos el cristal y me chistaban, sorprendidos de que pasara tantas veces por delante de ellos. Procuraba no hacerles caso y seguir a lo mío. Cuando terminaba las llamadas me sentaba en el banco y me ponía a mirar a la gente que pasaba y a esperar a que llegara la tarde.
Sólo una vez me falló esta estrategia y me vi obligada a buscarme una pensión en el último momento, pero lo que me pasó esa noche ya os lo contaré mañana.