miércoles, febrero 16, 2005




Una mañana tomé un taxi para acudir a una reunión de trabajo en el Centro. Bordeamos el Club de Tenis Chamartín para acceder a la M-30 y un poco antes de incorporarnos el taxista se disculpó por detener un momento el vehículo. Bajó a toda prisa y regresó sonriendo con dos pelotas amarillas en la mano. Me comentó que siempre que pasaba por allí solía parar y que muy a menudo encontraba alguna pelota de las que los jugadores lanzaban con excesivo ímpetu. Las recogía para llevárselas a su nieto de cuatro años que vivía en Alcorcón y al que le encantaba verle aparecer con ellas en la mano. Yo le sonreí, pero pensé que hay que ver las tonterías que se pueden llegar a hacer cuando se es abuelo.
El domingo mi hijo tuvo un rifirrafe con un colega con el que jugaba al pádel, y su contrincante lo resolvió tirándole todas sus pelotas al edificio de enfrente. Vino desolado a casa e intenté consolarlo diciéndole que le compraría otro paquete de tres, pero no se le pasaba el disgusto. Como la casa que nos linda es un edificio de oficinas no teníamos la posibilidad de ir a buscarlas, no obstante le prometí que al día siguiente intentaría hacer una gestión sobre el asunto. Y allí estaba el lunes antes de irme a trabajar, dispuesta a seducir al guarda jurado del edificio inteligente para que me dejara entrar al jardín y recuperar las susodichas pelotas. Salí contentísima con cinco de ellas en el bolso y en ningún momento pensé que estaba haciendo el tonto. Faltaría más.