En mi viaje a Lisboa lo que más me llamó la atención fueron las ventanas de las casas. Las había de todos los tamaños y formas y no me cansaba de mirarlas. Lamentaba que llegara la noche porque con la oscuridad se acababan los paseos y la búsqueda de ventanas nuevas. Una noche sin embargo no me acordé de ellas, algo pasó que me emocionó aún más que su contemplación.
Nuestra anfitriona, una pintora que residía temporalmente en esa ciudad, quería que disfrutáramos en directo del mundo de los fados. Los locales para turistas no servían porque todo era demasiado previsible y deslavazado, así que nos llevó a un barezucho donde a veces se tenía el raro privilegio de disfrutarlos, aunque no podía prometernos nada. Nos tomamos varias copas de un licor exquisito y nos sentamos en una mesa con un banco corrido junto a un tipo que tenía una guitarra quien nos adelantó que la dueña estaba esa noche de mal humor y no creía que quisiera cantar. El local se fue llenando de gente, la mujer salió de detrás de la barra malhumorada -yo pensé que nos iba a echar-, pero se limitó a atrancar la puerta del local. Ese gesto pareció aplacarla y al minuto siguiente se sentó al lado del guitarrista y se puso a tararear una canción, pero no parecía ser su noche y llamó a su hija para que la relevara. La joven se sentó con parsimonia y cuando abrió la boca todos nos quedamos clavados en el asiento. El lamento nos llegaba a las entrañas y yo tuve que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas, hasta que no pude más y empezaron a deslizarse por mis mejillas. Mi chico me cogió la mano y la chica me sonrió al finalizar la canción e hizo un gesto volviéndose hacia mí como ofreciéndome los aplausos que recibía.