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sábado, mayo 27, 2017
Son
las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de
baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme.
Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He
sido muy juiciosa. Me felicito.
El
tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo
y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en
el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el
Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen
y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por
fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy
como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas
y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es
Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se
sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una
tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de
unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de
lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar
empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila
pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En
principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo
que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya
sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender
de la amabilidad de los extraños.
Voy
un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí
mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas
caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón
hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de
ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada
poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos.
Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus
amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen
Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una
fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona
ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y
caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también
una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por
primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo.
Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el
anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y
hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo.
Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las
precauciones.
En
el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la
marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El
albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la
buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y
una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una
greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y
tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona
son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y
anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me
sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo
diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me
doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El
segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde
que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el
Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y
sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de
Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:
"escapad
gente tierna
que
esta tierra está enferma
y
no esperes mañana
lo
que no te dio ayer
que
no hay nada que hacer..."
Yo
que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me
habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez
que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo
andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que
haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están
más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz
como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo
entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca
que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me
recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el
monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El
tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco
con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha
hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en
su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales.
Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo,
es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución
del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las
credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva
regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por
su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone
al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se
casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que
viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o
Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora
vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en
ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma
de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa
calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy
peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo
necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los
muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño
humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de
todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros
desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de
Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico
que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la
Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero
común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con
la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El
cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro
en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el
exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y
aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña.
Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y
me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la
iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se
lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos
abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se
ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando
tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los
hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas.
Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra.
Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en
cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que
para nada pero que tengo ganas de cantar.
El
quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una
preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro
destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un
parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante
no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna
referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a
María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra
institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una
casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando
charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me
cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue
haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me
pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me
dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en
cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les
separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María
me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela
y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y
ella encuentran en el Camino.
Una
hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con
jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso
que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la
maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me
fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca
salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que
encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían
junto a ellos y compartían algo de sus vidas.
lunes, mayo 22, 2017
Margarita es muy guapa. Se lo digo en
el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su
pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha
invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que
hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen
desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran
adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido
con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella
algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada
inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San
Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una
casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es
una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se
trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la
sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de
Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita,
ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer
momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por
su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de
narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría
pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy
atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su
charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres
que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un
indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años,
pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel,
que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio
se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era
virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un
tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le
pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años
después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora
definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por
hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de
llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo
distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la
trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e
imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era
cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo
emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa
golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más
tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en
el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la
chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
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martes, abril 25, 2017
Mi
madre nunca fue como otras madres. No estaba todo el día diciéndonos
que éramos muy guapas y que encontraríamos un buen marido, sino
animándonos a estudiar, a buscarnos la vida por nosotras mismas. Le
molestaba cuando alguna vecina, refiriéndose a mí, decía que era
muy lista, que me casaría con un maestro. Mi madre la interrumpía y
le decía que no, que la maestra sería yo. Y hemos debido de hacerle
mucho caso porque ni mis hermanas ni yo nos hemos vestido de novia.
Ninguna de las tres lo hemos necesitado. Cuando nos hemos casado lo
hemos hecho de cualquier manera, como quien va a renovarse el carné
de identidad. Y tampoco tenemos fotos del evento. Eso sí, nuestros
titulos de licenciadas y doctoradas, han ido cayendo, a veces fuera
de tiempo, cuando ya habíamos superado los treinta años, o los
cincuenta en el caso de mi hermana mayor.
Mi
madre nunca hizo cenas de Navidad como otras madres, le daba mucha
pereza meterse en la cocina y cuando lo hacía, de mala gana y a
regañadientes, ya era demasiado tarde para que el pavo se hiciera y
había que improvisar algo sobre la marcha y dejar al animal para la
comida del día siguiente. Y acabábamos cenando sardinas, que era la
comida preferida de mi padre. Siempre fue muy feminista aunque nunca
lo supo. Y también era muy inteligente aunque tampoco tuvo
consciencia de ello. Y muy ingeniosa. Recuerdo que con nueve años me
mandó a pagar la iguala del médico, porque ya se había acabado el
plazo de pago y esperaba que siendo yo una cría el médico no me
regañara. Pero se equivocó. El médico me encargó que le dijera a
mi madre que cuando nos pusiéramos enfermos nos visitaría tres días
después. Cuando volví a casa y transmití a mi madre el recado, mi
madre me dijo que fuera a decirle a ese buen hombre que no se
preocupara, que le avisaríamos tres días antes. Aún recuerdo la
cara de sorpresa del facultativo y su silencio.
Era
una madre con la que se podía hablar de todo y en cualquier momento.
Todo lo demás podía esperar. A mi madre nunca le importaba que los
portales estuvieran sin barrer o la mesa sin quitar, eso era
secundario para ella. Lo más importante era que pudiéramos hablar y
que todo nuestro tiempo lo dedicáramos al estudio.
Siempre
fue muy cortoplacista. Se preocupaba por el curso que empezaba,
porque pudiéramos estudiar ese año y al siguiente ya se vería. Y
se gastaba en pagar al maestro el dinero que no tenían. Recuerdo que
un año fue a pedirle a una de sus hermanas que le prestara mil
pesetas para poder comprarnos los libros de tercero o cuarto de
Bachillerato. Fue la única vez en toda su vida que la vi pedir
dinero prestado. Nunca salió de Buenasbodas, su pueblo, aunque vivió
quince años en Benidorm. Siempre estuvo allí de paso, con sus
animales en la terraza del apartamento, sus viajes anuales al pueblo
y su esperanza de volver cuanto antes a su tierra.
Mi
madre, que nunca fue a la escuela, proyectó en sus hijas, más que
en su hijo, su ambición de ascenso social y de superación
intelectual. Siempre fue ella, y no mi padre, la que tomaba las
decisiones, la más fuerte de la pareja, la que soportaría la muerte
del otro. Y lo soportó mal, muy mal. Cuando mi padre murió, hace
once años, se dio de baja de la Asociación de mujeres del pueblo,
con las que se reunía y viajaba; de la Asociación de jubilados con
los que participaba en bailes y concursos. Y se recluyó en su casa.
Quizás
ahora a la vejez sí se ha acabado pareciendo a las otras madres, en
ese olvidarse cada vez más de las hijas que ya envejecen, en ese
volverse cada vez más importante para sí misma. Ya no va al
cementerio a visitar la tumba de mi padre, como hizo a diario durante
años y cualquier papeleo le quita el sueño. Pasa horas con la
tablet leyendo los libros que le descarga mi hermana Nieves, o
haciendo sudokus, o jugando al Candy
Crush. Y como en la
Casa tomada
de Cortázar, va abandonando poco a poco los espacios de la casa que
habita. Y en invierno apenas sale de su habitación. Ya no sube a la
planta de arriba que para ella no existe desde hace años. Sale al
corral a atender a sus gallinas, con los gatos corriendo tras de ella
y creo que a veces envidia a esas vecinas que nunca animaron a sus
hijas a estudiar y siguen viviendo en el pueblo junto a ellas.
lunes, marzo 27, 2017
Benidorm
es una ciudad que no se avergüenza, no se avergonzaba cuando era un
pueblo pequeño y sigue sin avergonzarse ahora que es una de las
ciudades más grandes de las costa mediterránea. Está acostumbrada
a sentir el menosprecio de los que nunca pusieron un pie en sus
calles ni piensan hacerlo, de los que se sienten superiores al hablar
de ella con desdén, esos que no saben de su luz y de los efectos que
esa luz tiene en los estados de ánimo. En las grandes ciudades se
toma Prozac
para poder seguir viviendo, pero en Benidorm no es necesario: sus
trescientos días de sol son el mejor antidepresivo.
En
realidad, es más un pueblo que una ciudad, y los que viven en ella
de toda la vida lo sienten así. Tiene sus fiestas patronales, sus
fallas, sus moros y cristianos, sus procesiones de Semana Santa. Los
que la habitan desde siempre van a comer paella donde
Manolo
o a tomar el aperitivo donde
Enrique,
ese bar junto a la iglesia, con buena música y unas vistas
inmejorables, que no aparece en ninguna guía ni falta que le hace. O
van el sábado a comer cuscús al restaurante del camping El
Racó
y en la sobremesa buscan en el horizonte al Puig Campana.
En
Benidorm los rascacielos parece que nacieran de la tierra, impulsados
por una fuerza invisible. Apenas se ven obras, ni grúas, y de
pronto, de un día para otro, aparece un nuevo edificio estrecho y
puntiagudo que se eleva hacia el cielo. Pero la gente del pueblo no
les presta mucha atención, no suelen mirar hacia arriba, a esa
ciudad que no conocen porque es la de los turistas, Las nuevas
construcciones surgen como el enigmático monolíto de la película
de Kubrick, al que la silueta del Intempo recuerda al anochecer. Es
tan imponentemente alto que sus dos torres paralelas unidas por un
cono invertido de tonos dorados, casi da miedo. Representa, como
ningún otro, la burbuja inmobiliaria. Se alza frío y vacío, jamás
acabado, esperando a un comprador que lo concluya y abra sus puertas.
Fue
la primera ciudad en la que viví, con poco más de dieciséis años,
y desde el primer momento me cautivó. Antes había pasado dos cursos
en Talavera de la Reina, que para mí siempre fue un poblacho grande,
lleno de pretensiones, provinciano y clasista. Benidorm era otra
cosa, tenía mar y aunque entonces solo había un edificio alto, la
torre Coblanca, ya se le veían maneras cosmopolitas, todo estaba
plagado de rótulos en inglés y nadie se volvía a mirarte por la
calle llevaras lo que llevaras puesto.
Cientos
de miles de personas pasan por ella cada año, pero es difícil
encontrar en España un lugar con tanta pulcritud en sus calles.
Benidorm es una ciudad obsesionada por la limpieza, El paseo marítimo
se abrillanta como si fuera el hall de un hotel neoyorquino y no hay
chicles pegados y ennegrecidos en las aceras como ocurre en las
calles madrileñas. Las
papeleras se vacían tan a menudo que no da tiempo a que se desborden
y difícilmente encontrarás una botella de plástico en el borde del
mar ni una colilla enterrada en la arena. La
arena de la playa se filtra todas las madrugadas mientras los
buscadores de oro -cadenas, sortijas, pendientes- se afanan con sus
detectores de metales esperando ese pitido que les avise del
hallazgo. Antes de que salga el sol y aparezca el primer bañista la
arena está impoluta, limpia de desperdicios. Y de objetos de valor.
Lo
que si hay, en invierno, son muchos abuelos. No son personas de la
"tercera edad" como quieren hacerles creer
eufemísticamente. Son "abuelos", una palabra de mayor
dignidad. Se reúnen en el parque de Elche, que ellos han rebautizado
como el parque de las palomas, justo al principio de la playa de
Poniente. Pasan allí la mañana, mirando a la gente. Visten de
oscuro, con una formal seriedad, como cuando van de viaje, porque
quizás no sepan que en Benidorm siempre es verano. O simplemente les
haya dado pereza echar en la maleta ropa más acorde. También es
posible que se les olvide de un año al siguiente los veinte grados
de enero y que no tengan a nadie que se lo recuerde. No se acercan al
borde del mar porque no llevan chanclas. Seguro que se consuelan
pensando que el agua está fría y la arena se quedará pegada a
todas partes y no habrá quien se libre de ella.
Miran.
Miran con curiosidad a los que bajan a la playa a hacer gimnasia con
la monitora del ayuntamiento o a los que cantan en el coro, y si
alguien les hace un gesto de que se animen, se encogen como si no
quisieran ser vistos, como si su única función allí fuera la de
mirar pero no la de ser mirados.
sábado, febrero 25, 2017
La pelirroja
Hay algunas personas que son
insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí
que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo.
Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives
pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A
mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella
es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y
una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece
que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y
parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida,
cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy
gansa.
Después de dos años y medio o tres de
su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie
me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como
ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo
amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos
que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos
el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien
le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por
supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que
todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú
no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa
contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo,
pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando
se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas
suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca
me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un
abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que
mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me
sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca
uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall
de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es
presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles.
Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar
alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso
casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de
Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una
sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por
donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he
vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe
en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba
decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos
que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en
la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos
gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el
agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién
preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le
prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No
falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus
novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal
lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos
pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios
metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el
bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto
siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi
se lo destroza por cargar con ese lastre.
viernes, enero 27, 2017
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
lunes, enero 16, 2017
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.
Son
las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de
baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme.
Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He
sido muy juiciosa. Me felicito.
El
tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo
y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en
el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el
Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen
y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por
fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy
como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas
y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es
Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se
sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una
tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de
unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de
lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar
empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila
pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En
principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo
que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya
sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender
de la amabilidad de los extraños.
Voy
un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí
mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas
caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón
hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de
ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada
poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos.
Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus
amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen
Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una
fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona
ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y
caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también
una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por
primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo.
Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el
anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y
hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo.
Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las
precauciones.
En
el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la
marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El
albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la
buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y
una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una
greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y
tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona
son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y
anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me
sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo
diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me
doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El
segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde
que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el
Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y
sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de
Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:
"escapad
gente tierna
que
esta tierra está enferma
y
no esperes mañana
lo
que no te dio ayer
que
no hay nada que hacer..."
Yo
que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me
habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez
que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo
andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que
haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están
más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz
como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo
entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca
que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me
recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el
monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El
tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco
con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha
hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en
su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales.
Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo,
es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución
del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las
credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva
regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por
su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone
al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se
casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que
viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o
Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora
vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en
ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma
de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa
calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy
peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo
necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los
muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño
humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de
todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros
desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de
Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico
que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la
Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero
común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con
la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El
cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro
en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el
exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y
aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña.
Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y
me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la
iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se
lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos
abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se
ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando
tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los
hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas.
Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra.
Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en
cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que
para nada pero que tengo ganas de cantar.
El
quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una
preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro
destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un
parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante
no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna
referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a
María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra
institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una
casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando
charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me
cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue
haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me
pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me
dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en
cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les
separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María
me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela
y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y
ella encuentran en el Camino.
Una
hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con
jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso
que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la
maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me
fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca
salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que
encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían
junto a ellos y compartían algo de sus vidas.
Margarita es muy guapa. Se lo digo en
el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su
pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha
invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que
hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen
desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran
adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido
con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella
algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada
inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San
Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una
casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es
una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se
trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la
sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de
Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita,
ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer
momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por
su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de
narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría
pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy
atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su
charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres
que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un
indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años,
pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel,
que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio
se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era
virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un
tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le
pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años
después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora
definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por
hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de
llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo
distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la
trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e
imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era
cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo
emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa
golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más
tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en
el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la
chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
.
martes, abril 25, 2017
Mi
madre nunca fue como otras madres. No estaba todo el día diciéndonos
que éramos muy guapas y que encontraríamos un buen marido, sino
animándonos a estudiar, a buscarnos la vida por nosotras mismas. Le
molestaba cuando alguna vecina, refiriéndose a mí, decía que era
muy lista, que me casaría con un maestro. Mi madre la interrumpía y
le decía que no, que la maestra sería yo. Y hemos debido de hacerle
mucho caso porque ni mis hermanas ni yo nos hemos vestido de novia.
Ninguna de las tres lo hemos necesitado. Cuando nos hemos casado lo
hemos hecho de cualquier manera, como quien va a renovarse el carné
de identidad. Y tampoco tenemos fotos del evento. Eso sí, nuestros
titulos de licenciadas y doctoradas, han ido cayendo, a veces fuera
de tiempo, cuando ya habíamos superado los treinta años, o los
cincuenta en el caso de mi hermana mayor.
Mi
madre nunca hizo cenas de Navidad como otras madres, le daba mucha
pereza meterse en la cocina y cuando lo hacía, de mala gana y a
regañadientes, ya era demasiado tarde para que el pavo se hiciera y
había que improvisar algo sobre la marcha y dejar al animal para la
comida del día siguiente. Y acabábamos cenando sardinas, que era la
comida preferida de mi padre. Siempre fue muy feminista aunque nunca
lo supo. Y también era muy inteligente aunque tampoco tuvo
consciencia de ello. Y muy ingeniosa. Recuerdo que con nueve años me
mandó a pagar la iguala del médico, porque ya se había acabado el
plazo de pago y esperaba que siendo yo una cría el médico no me
regañara. Pero se equivocó. El médico me encargó que le dijera a
mi madre que cuando nos pusiéramos enfermos nos visitaría tres días
después. Cuando volví a casa y transmití a mi madre el recado, mi
madre me dijo que fuera a decirle a ese buen hombre que no se
preocupara, que le avisaríamos tres días antes. Aún recuerdo la
cara de sorpresa del facultativo y su silencio.
Era
una madre con la que se podía hablar de todo y en cualquier momento.
Todo lo demás podía esperar. A mi madre nunca le importaba que los
portales estuvieran sin barrer o la mesa sin quitar, eso era
secundario para ella. Lo más importante era que pudiéramos hablar y
que todo nuestro tiempo lo dedicáramos al estudio.
Siempre
fue muy cortoplacista. Se preocupaba por el curso que empezaba,
porque pudiéramos estudiar ese año y al siguiente ya se vería. Y
se gastaba en pagar al maestro el dinero que no tenían. Recuerdo que
un año fue a pedirle a una de sus hermanas que le prestara mil
pesetas para poder comprarnos los libros de tercero o cuarto de
Bachillerato. Fue la única vez en toda su vida que la vi pedir
dinero prestado. Nunca salió de Buenasbodas, su pueblo, aunque vivió
quince años en Benidorm. Siempre estuvo allí de paso, con sus
animales en la terraza del apartamento, sus viajes anuales al pueblo
y su esperanza de volver cuanto antes a su tierra.
Mi
madre, que nunca fue a la escuela, proyectó en sus hijas, más que
en su hijo, su ambición de ascenso social y de superación
intelectual. Siempre fue ella, y no mi padre, la que tomaba las
decisiones, la más fuerte de la pareja, la que soportaría la muerte
del otro. Y lo soportó mal, muy mal. Cuando mi padre murió, hace
once años, se dio de baja de la Asociación de mujeres del pueblo,
con las que se reunía y viajaba; de la Asociación de jubilados con
los que participaba en bailes y concursos. Y se recluyó en su casa.
Quizás
ahora a la vejez sí se ha acabado pareciendo a las otras madres, en
ese olvidarse cada vez más de las hijas que ya envejecen, en ese
volverse cada vez más importante para sí misma. Ya no va al
cementerio a visitar la tumba de mi padre, como hizo a diario durante
años y cualquier papeleo le quita el sueño. Pasa horas con la
tablet leyendo los libros que le descarga mi hermana Nieves, o
haciendo sudokus, o jugando al Candy
Crush. Y como en la
Casa tomada
de Cortázar, va abandonando poco a poco los espacios de la casa que
habita. Y en invierno apenas sale de su habitación. Ya no sube a la
planta de arriba que para ella no existe desde hace años. Sale al
corral a atender a sus gallinas, con los gatos corriendo tras de ella
y creo que a veces envidia a esas vecinas que nunca animaron a sus
hijas a estudiar y siguen viviendo en el pueblo junto a ellas.
lunes, marzo 27, 2017
Benidorm
es una ciudad que no se avergüenza, no se avergonzaba cuando era un
pueblo pequeño y sigue sin avergonzarse ahora que es una de las
ciudades más grandes de las costa mediterránea. Está acostumbrada
a sentir el menosprecio de los que nunca pusieron un pie en sus
calles ni piensan hacerlo, de los que se sienten superiores al hablar
de ella con desdén, esos que no saben de su luz y de los efectos que
esa luz tiene en los estados de ánimo. En las grandes ciudades se
toma Prozac
para poder seguir viviendo, pero en Benidorm no es necesario: sus
trescientos días de sol son el mejor antidepresivo.
En
realidad, es más un pueblo que una ciudad, y los que viven en ella
de toda la vida lo sienten así. Tiene sus fiestas patronales, sus
fallas, sus moros y cristianos, sus procesiones de Semana Santa. Los
que la habitan desde siempre van a comer paella donde
Manolo
o a tomar el aperitivo donde
Enrique,
ese bar junto a la iglesia, con buena música y unas vistas
inmejorables, que no aparece en ninguna guía ni falta que le hace. O
van el sábado a comer cuscús al restaurante del camping El
Racó
y en la sobremesa buscan en el horizonte al Puig Campana.
En
Benidorm los rascacielos parece que nacieran de la tierra, impulsados
por una fuerza invisible. Apenas se ven obras, ni grúas, y de
pronto, de un día para otro, aparece un nuevo edificio estrecho y
puntiagudo que se eleva hacia el cielo. Pero la gente del pueblo no
les presta mucha atención, no suelen mirar hacia arriba, a esa
ciudad que no conocen porque es la de los turistas, Las nuevas
construcciones surgen como el enigmático monolíto de la película
de Kubrick, al que la silueta del Intempo recuerda al anochecer. Es
tan imponentemente alto que sus dos torres paralelas unidas por un
cono invertido de tonos dorados, casi da miedo. Representa, como
ningún otro, la burbuja inmobiliaria. Se alza frío y vacío, jamás
acabado, esperando a un comprador que lo concluya y abra sus puertas.
Fue
la primera ciudad en la que viví, con poco más de dieciséis años,
y desde el primer momento me cautivó. Antes había pasado dos cursos
en Talavera de la Reina, que para mí siempre fue un poblacho grande,
lleno de pretensiones, provinciano y clasista. Benidorm era otra
cosa, tenía mar y aunque entonces solo había un edificio alto, la
torre Coblanca, ya se le veían maneras cosmopolitas, todo estaba
plagado de rótulos en inglés y nadie se volvía a mirarte por la
calle llevaras lo que llevaras puesto.
Cientos
de miles de personas pasan por ella cada año, pero es difícil
encontrar en España un lugar con tanta pulcritud en sus calles.
Benidorm es una ciudad obsesionada por la limpieza, El paseo marítimo
se abrillanta como si fuera el hall de un hotel neoyorquino y no hay
chicles pegados y ennegrecidos en las aceras como ocurre en las
calles madrileñas. Las
papeleras se vacían tan a menudo que no da tiempo a que se desborden
y difícilmente encontrarás una botella de plástico en el borde del
mar ni una colilla enterrada en la arena. La
arena de la playa se filtra todas las madrugadas mientras los
buscadores de oro -cadenas, sortijas, pendientes- se afanan con sus
detectores de metales esperando ese pitido que les avise del
hallazgo. Antes de que salga el sol y aparezca el primer bañista la
arena está impoluta, limpia de desperdicios. Y de objetos de valor.
Lo
que si hay, en invierno, son muchos abuelos. No son personas de la
"tercera edad" como quieren hacerles creer
eufemísticamente. Son "abuelos", una palabra de mayor
dignidad. Se reúnen en el parque de Elche, que ellos han rebautizado
como el parque de las palomas, justo al principio de la playa de
Poniente. Pasan allí la mañana, mirando a la gente. Visten de
oscuro, con una formal seriedad, como cuando van de viaje, porque
quizás no sepan que en Benidorm siempre es verano. O simplemente les
haya dado pereza echar en la maleta ropa más acorde. También es
posible que se les olvide de un año al siguiente los veinte grados
de enero y que no tengan a nadie que se lo recuerde. No se acercan al
borde del mar porque no llevan chanclas. Seguro que se consuelan
pensando que el agua está fría y la arena se quedará pegada a
todas partes y no habrá quien se libre de ella.
Miran.
Miran con curiosidad a los que bajan a la playa a hacer gimnasia con
la monitora del ayuntamiento o a los que cantan en el coro, y si
alguien les hace un gesto de que se animen, se encogen como si no
quisieran ser vistos, como si su única función allí fuera la de
mirar pero no la de ser mirados.
sábado, febrero 25, 2017
La pelirroja
Hay algunas personas que son
insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí
que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo.
Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives
pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A
mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella
es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y
una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece
que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y
parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida,
cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy
gansa.
Después de dos años y medio o tres de
su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie
me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como
ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo
amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos
que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos
el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien
le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por
supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que
todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú
no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa
contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo,
pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando
se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas
suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca
me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un
abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que
mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me
sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca
uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall
de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es
presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles.
Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar
alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso
casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de
Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una
sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por
donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he
vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe
en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba
decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos
que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en
la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos
gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el
agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién
preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le
prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No
falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus
novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal
lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos
pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios
metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el
bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto
siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi
se lo destroza por cargar con ese lastre.
viernes, enero 27, 2017
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
lunes, enero 16, 2017
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.
Mi
madre nunca fue como otras madres. No estaba todo el día diciéndonos
que éramos muy guapas y que encontraríamos un buen marido, sino
animándonos a estudiar, a buscarnos la vida por nosotras mismas. Le
molestaba cuando alguna vecina, refiriéndose a mí, decía que era
muy lista, que me casaría con un maestro. Mi madre la interrumpía y
le decía que no, que la maestra sería yo. Y hemos debido de hacerle
mucho caso porque ni mis hermanas ni yo nos hemos vestido de novia.
Ninguna de las tres lo hemos necesitado. Cuando nos hemos casado lo
hemos hecho de cualquier manera, como quien va a renovarse el carné
de identidad. Y tampoco tenemos fotos del evento. Eso sí, nuestros
titulos de licenciadas y doctoradas, han ido cayendo, a veces fuera
de tiempo, cuando ya habíamos superado los treinta años, o los
cincuenta en el caso de mi hermana mayor.
Mi
madre nunca hizo cenas de Navidad como otras madres, le daba mucha
pereza meterse en la cocina y cuando lo hacía, de mala gana y a
regañadientes, ya era demasiado tarde para que el pavo se hiciera y
había que improvisar algo sobre la marcha y dejar al animal para la
comida del día siguiente. Y acabábamos cenando sardinas, que era la
comida preferida de mi padre. Siempre fue muy feminista aunque nunca
lo supo. Y también era muy inteligente aunque tampoco tuvo
consciencia de ello. Y muy ingeniosa. Recuerdo que con nueve años me
mandó a pagar la iguala del médico, porque ya se había acabado el
plazo de pago y esperaba que siendo yo una cría el médico no me
regañara. Pero se equivocó. El médico me encargó que le dijera a
mi madre que cuando nos pusiéramos enfermos nos visitaría tres días
después. Cuando volví a casa y transmití a mi madre el recado, mi
madre me dijo que fuera a decirle a ese buen hombre que no se
preocupara, que le avisaríamos tres días antes. Aún recuerdo la
cara de sorpresa del facultativo y su silencio.
Era
una madre con la que se podía hablar de todo y en cualquier momento.
Todo lo demás podía esperar. A mi madre nunca le importaba que los
portales estuvieran sin barrer o la mesa sin quitar, eso era
secundario para ella. Lo más importante era que pudiéramos hablar y
que todo nuestro tiempo lo dedicáramos al estudio.
Siempre
fue muy cortoplacista. Se preocupaba por el curso que empezaba,
porque pudiéramos estudiar ese año y al siguiente ya se vería. Y
se gastaba en pagar al maestro el dinero que no tenían. Recuerdo que
un año fue a pedirle a una de sus hermanas que le prestara mil
pesetas para poder comprarnos los libros de tercero o cuarto de
Bachillerato. Fue la única vez en toda su vida que la vi pedir
dinero prestado. Nunca salió de Buenasbodas, su pueblo, aunque vivió
quince años en Benidorm. Siempre estuvo allí de paso, con sus
animales en la terraza del apartamento, sus viajes anuales al pueblo
y su esperanza de volver cuanto antes a su tierra.
Mi
madre, que nunca fue a la escuela, proyectó en sus hijas, más que
en su hijo, su ambición de ascenso social y de superación
intelectual. Siempre fue ella, y no mi padre, la que tomaba las
decisiones, la más fuerte de la pareja, la que soportaría la muerte
del otro. Y lo soportó mal, muy mal. Cuando mi padre murió, hace
once años, se dio de baja de la Asociación de mujeres del pueblo,
con las que se reunía y viajaba; de la Asociación de jubilados con
los que participaba en bailes y concursos. Y se recluyó en su casa.
Quizás
ahora a la vejez sí se ha acabado pareciendo a las otras madres, en
ese olvidarse cada vez más de las hijas que ya envejecen, en ese
volverse cada vez más importante para sí misma. Ya no va al
cementerio a visitar la tumba de mi padre, como hizo a diario durante
años y cualquier papeleo le quita el sueño. Pasa horas con la
tablet leyendo los libros que le descarga mi hermana Nieves, o
haciendo sudokus, o jugando al Candy
Crush. Y como en la
Casa tomada
de Cortázar, va abandonando poco a poco los espacios de la casa que
habita. Y en invierno apenas sale de su habitación. Ya no sube a la
planta de arriba que para ella no existe desde hace años. Sale al
corral a atender a sus gallinas, con los gatos corriendo tras de ella
y creo que a veces envidia a esas vecinas que nunca animaron a sus
hijas a estudiar y siguen viviendo en el pueblo junto a ellas.
Benidorm
es una ciudad que no se avergüenza, no se avergonzaba cuando era un
pueblo pequeño y sigue sin avergonzarse ahora que es una de las
ciudades más grandes de las costa mediterránea. Está acostumbrada
a sentir el menosprecio de los que nunca pusieron un pie en sus
calles ni piensan hacerlo, de los que se sienten superiores al hablar
de ella con desdén, esos que no saben de su luz y de los efectos que
esa luz tiene en los estados de ánimo. En las grandes ciudades se
toma Prozac
para poder seguir viviendo, pero en Benidorm no es necesario: sus
trescientos días de sol son el mejor antidepresivo.
En
realidad, es más un pueblo que una ciudad, y los que viven en ella
de toda la vida lo sienten así. Tiene sus fiestas patronales, sus
fallas, sus moros y cristianos, sus procesiones de Semana Santa. Los
que la habitan desde siempre van a comer paella donde
Manolo
o a tomar el aperitivo donde
Enrique,
ese bar junto a la iglesia, con buena música y unas vistas
inmejorables, que no aparece en ninguna guía ni falta que le hace. O
van el sábado a comer cuscús al restaurante del camping El
Racó
y en la sobremesa buscan en el horizonte al Puig Campana.
En
Benidorm los rascacielos parece que nacieran de la tierra, impulsados
por una fuerza invisible. Apenas se ven obras, ni grúas, y de
pronto, de un día para otro, aparece un nuevo edificio estrecho y
puntiagudo que se eleva hacia el cielo. Pero la gente del pueblo no
les presta mucha atención, no suelen mirar hacia arriba, a esa
ciudad que no conocen porque es la de los turistas, Las nuevas
construcciones surgen como el enigmático monolíto de la película
de Kubrick, al que la silueta del Intempo recuerda al anochecer. Es
tan imponentemente alto que sus dos torres paralelas unidas por un
cono invertido de tonos dorados, casi da miedo. Representa, como
ningún otro, la burbuja inmobiliaria. Se alza frío y vacío, jamás
acabado, esperando a un comprador que lo concluya y abra sus puertas.
Fue
la primera ciudad en la que viví, con poco más de dieciséis años,
y desde el primer momento me cautivó. Antes había pasado dos cursos
en Talavera de la Reina, que para mí siempre fue un poblacho grande,
lleno de pretensiones, provinciano y clasista. Benidorm era otra
cosa, tenía mar y aunque entonces solo había un edificio alto, la
torre Coblanca, ya se le veían maneras cosmopolitas, todo estaba
plagado de rótulos en inglés y nadie se volvía a mirarte por la
calle llevaras lo que llevaras puesto.
Cientos
de miles de personas pasan por ella cada año, pero es difícil
encontrar en España un lugar con tanta pulcritud en sus calles.
Benidorm es una ciudad obsesionada por la limpieza, El paseo marítimo
se abrillanta como si fuera el hall de un hotel neoyorquino y no hay
chicles pegados y ennegrecidos en las aceras como ocurre en las
calles madrileñas. Las
papeleras se vacían tan a menudo que no da tiempo a que se desborden
y difícilmente encontrarás una botella de plástico en el borde del
mar ni una colilla enterrada en la arena. La
arena de la playa se filtra todas las madrugadas mientras los
buscadores de oro -cadenas, sortijas, pendientes- se afanan con sus
detectores de metales esperando ese pitido que les avise del
hallazgo. Antes de que salga el sol y aparezca el primer bañista la
arena está impoluta, limpia de desperdicios. Y de objetos de valor.
Lo
que si hay, en invierno, son muchos abuelos. No son personas de la
"tercera edad" como quieren hacerles creer
eufemísticamente. Son "abuelos", una palabra de mayor
dignidad. Se reúnen en el parque de Elche, que ellos han rebautizado
como el parque de las palomas, justo al principio de la playa de
Poniente. Pasan allí la mañana, mirando a la gente. Visten de
oscuro, con una formal seriedad, como cuando van de viaje, porque
quizás no sepan que en Benidorm siempre es verano. O simplemente les
haya dado pereza echar en la maleta ropa más acorde. También es
posible que se les olvide de un año al siguiente los veinte grados
de enero y que no tengan a nadie que se lo recuerde. No se acercan al
borde del mar porque no llevan chanclas. Seguro que se consuelan
pensando que el agua está fría y la arena se quedará pegada a
todas partes y no habrá quien se libre de ella.
Miran.
Miran con curiosidad a los que bajan a la playa a hacer gimnasia con
la monitora del ayuntamiento o a los que cantan en el coro, y si
alguien les hace un gesto de que se animen, se encogen como si no
quisieran ser vistos, como si su única función allí fuera la de
mirar pero no la de ser mirados.
sábado, febrero 25, 2017
La pelirroja
Hay algunas personas que son
insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí
que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo.
Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives
pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A
mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella
es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y
una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece
que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y
parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida,
cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy
gansa.
Después de dos años y medio o tres de
su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie
me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como
ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo
amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos
que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos
el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien
le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por
supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que
todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú
no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa
contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo,
pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando
se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas
suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca
me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un
abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que
mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me
sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca
uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall
de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es
presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles.
Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar
alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso
casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de
Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una
sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por
donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he
vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe
en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba
decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos
que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en
la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos
gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el
agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién
preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le
prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No
falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus
novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal
lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos
pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios
metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el
bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto
siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi
se lo destroza por cargar con ese lastre.
viernes, enero 27, 2017
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
lunes, enero 16, 2017
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.
La pelirroja
Hay algunas personas que son
insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí
que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo.
Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives
pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A
mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella
es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y
una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece
que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y
parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida,
cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy
gansa.
Después de dos años y medio o tres de
su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie
me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como
ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo
amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos
que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos
el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien
le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por
supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que
todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú
no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa
contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo,
pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando
se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas
suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca
me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un
abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que
mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me
sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca
uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall
de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es
presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles.
Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar
alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso
casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de
Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una
sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por
donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he
vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe
en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba
decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos
que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en
la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos
gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el
agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién
preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le
prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No
falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus
novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal
lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos
pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios
metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el
bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto
siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi
se lo destroza por cargar con ese lastre.
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
lunes, enero 16, 2017
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.