La pelirroja
Hay algunas personas que son
insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí
que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo.
Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives
pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A
mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella
es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y
una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece
que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y
parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida,
cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy
gansa.
Después de dos años y medio o tres de
su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie
me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como
ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo
amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos
que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos
el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien
le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por
supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que
todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú
no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa
contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo,
pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando
se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas
suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca
me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un
abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que
mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me
sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca
uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall
de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es
presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles.
Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar
alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso
casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de
Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una
sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por
donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he
vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe
en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba
decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos
que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en
la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos
gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el
agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién
preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le
prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No
falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus
novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal
lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos
pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios
metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el
bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto
siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi
se lo destroza por cargar con ese lastre.