Margarita es muy guapa. Se lo digo en
el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su
pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha
invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que
hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen
desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran
adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido
con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella
algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada
inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San
Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una
casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es
una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se
trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la
sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de
Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita,
ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer
momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por
su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de
narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría
pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy
atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su
charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres
que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un
indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años,
pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel,
que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio
se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era
virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un
tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le
pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años
después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora
definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por
hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de
llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo
distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la
trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e
imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era
cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo
emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa
golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más
tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en
el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la
chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
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