lunes, mayo 22, 2017




Margarita es muy guapa. Se lo digo en el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita, ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años, pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel, que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
.