De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.