A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.