Mi
abuela materna se quedó huérfana de madre con solo tres años. Poco tiempo
después murió también su padre, y ella y sus hermanos fueron repartidos
entre toda la familia. Su destino fue una pequeña labranza a unos
kilómetros de Buenasbodas, el pueblo donde nació, en un lugar conocido como Paniagua, que desde
un principio le resultó hostil. No encontró nunca un sitio propio y
ya adolescente convenció a otra de sus hermanas, que acababa de
casarse en un pueblo cercano, Alcaudete, para que le buscase una casa
donde servir. Y cambió esa casa olvidada en el campo por otra donde no
se sentía menos ajena que lo que se había sentido en su casa de acogida.
Por las tardes, Salustiana, que así se llamaba mi abuela, se iba a segar
por una peseta, y poco a poco fue ahorrando para hacerse con un
ajuar decente, aspiración de todas las mujeres de la época. Se había hecho novia de Daniel, también de Buenasbodas, y
este siempre le reprochaba que fuera con la misma bata, pero a mi abuela no le
importaban esos comentarios y se limitaba a sonreirle. La cercanía con
su hermana Leandra en Alcaudete le proporcionaba el afecto que no había tenido en
todos esos años de abandono, afecto que también encontraba en Alberto, el marido de su hermana.
Sin embargo, Alberto no había sido el primer amor de Leandra: tiempo antes, ésta se había enamorado de un joven, también de Buenasbodas, llamado Adrián, y de profesión carabinero, destinado en Cáceres. Los carabineros eran un cuerpo de seguridad dedicado a vigilar las fronteras y las costas en lucha contra el contrabando, y que tras la guerra civil se integró en la Guardia Civil. La tía que la acogió, en su afán por colocarla cuanto antes y asegurarle un futuro, la presionó para que se olvidara de él y se casara con Alberto, que estaba más cerca y en mejor posición. Alberto era propietario de una finca en Alcaudete con dos casas y mucho terreno de cultivo. Pero ella nunca se olvidó del carabinero. Ni él tampoco de ella. Tiempo después, en uno de sus permisos, volvió a Buenasbodas y la añoranza de Leandra le hizo caminar los veinticinco kilómetros que le separaban de Alcaudete y llamar a su casa. Abrió la puerta Alberto. Adrián se presentó y le dijo quién era y lo que quería: "Solo quiero verla", y ante la cara de estupor del marido, insistió: "Solo quiero verla". Cuando se recuperó, Alberto le dijo que él no tenía inconveniente. Y se vieron.
No sabemos nada del dolor o la alegría de ese encuentro porque pocos años después Leandra y Alberto vivieron un drama inimaginable que borró todo: sus cuatro hijos contrajeron el sarampión y murieron los cuatro en la misma semana, dos de ellos fueron enterrados juntos.
Mi abuela Salustiana se casó con mi abuelo Daniel y regresó a Buenasbodas y en pocos años abrieron una posada, donde mi padre que era un vendedor de telas ambulante conocería a mi madre, la hija de la posadera, y pusieron en marcha un tejar que fabricaba rasillas, tejas y ladrillos para todos los pueblos de los alrededores.
Sin embargo, Alberto no había sido el primer amor de Leandra: tiempo antes, ésta se había enamorado de un joven, también de Buenasbodas, llamado Adrián, y de profesión carabinero, destinado en Cáceres. Los carabineros eran un cuerpo de seguridad dedicado a vigilar las fronteras y las costas en lucha contra el contrabando, y que tras la guerra civil se integró en la Guardia Civil. La tía que la acogió, en su afán por colocarla cuanto antes y asegurarle un futuro, la presionó para que se olvidara de él y se casara con Alberto, que estaba más cerca y en mejor posición. Alberto era propietario de una finca en Alcaudete con dos casas y mucho terreno de cultivo. Pero ella nunca se olvidó del carabinero. Ni él tampoco de ella. Tiempo después, en uno de sus permisos, volvió a Buenasbodas y la añoranza de Leandra le hizo caminar los veinticinco kilómetros que le separaban de Alcaudete y llamar a su casa. Abrió la puerta Alberto. Adrián se presentó y le dijo quién era y lo que quería: "Solo quiero verla", y ante la cara de estupor del marido, insistió: "Solo quiero verla". Cuando se recuperó, Alberto le dijo que él no tenía inconveniente. Y se vieron.
No sabemos nada del dolor o la alegría de ese encuentro porque pocos años después Leandra y Alberto vivieron un drama inimaginable que borró todo: sus cuatro hijos contrajeron el sarampión y murieron los cuatro en la misma semana, dos de ellos fueron enterrados juntos.
Mi abuela Salustiana se casó con mi abuelo Daniel y regresó a Buenasbodas y en pocos años abrieron una posada, donde mi padre que era un vendedor de telas ambulante conocería a mi madre, la hija de la posadera, y pusieron en marcha un tejar que fabricaba rasillas, tejas y ladrillos para todos los pueblos de los alrededores.