Mis padres se conocieron en la posada que regentaba mi abuela materna. Los
Colino, la familia de mi padre, se dedicaban al comercio de telas y cada tanto mi padre y sus
hermanos mayores aparecían por el pueblo para vender su género, y ellos y
sus caballerías se alojaban en la posada. A mí madre le atrajo de Pepe Colino su
aire de mundo y su preciosa letra, pero cuando empezó a cortejarla
sintió miedo porque siempre hacía alarde de las novias que había tenido y
ella temió ser una más en su lista de conquistas. Vivieron un par de
años de noviazgo tranquilos, aunque a mi abuelo materno no le hacía gracia que una de sus hijas hablara con un forastero que no
sabía manejar un arado ni atender al ganado como era debido, y cuando mi
padre le habló de casarse, le dio largas, no sabemos si por desacuerdo o
simplemente porque no quería perder a una de las mejores trabajadoras del
tejar que tenían desde hace años.
Aunque a las parejas de entonces no los dejaban solos un
momento, siempre bajo la vigilancia de mayores o pequeños, a
finales de 1952 mi madre se quedó embarazada. Y ahí empezó el calvario. A
pesar de tener tres hermanas no habló de ello con nadie, solo
con su novio, y aguantó semana tras semana en silencio. Sin embargo, en los
pueblos no es fácil mantener un embarazo en secreto. No sabemos de qué
manera, pero las mujeres de edad son capaces de detectar cuándo una joven
está preñada y una vez que lo intuyen empieza a correr el rumor de casa en
casa. Un día una prima se presentó en la posada y puso en
antecedentes a mi abuela de lo que se decía por el pueblo. Y mi madre
tuvo que confesar lo que llevaba más de cuatro meses ocultando.
Al día siguiente, el hermano mayor, Evencio, apareció por la casa
y le dio a la embarazada un bofetón que casi la tira al suelo. Mi abuelo
no le puso la mano encima, pero amenazó con echarla de casa. Cuando mi
abuela lo oyó gritar, se plantó ante él y le dijo: "Si se va, me
voy con ella". Mi abuelo pareció no escucharla. Mi abuela insistió con firmeza: "Si Pilar se va, me voy con ella".
Y
nadie se movió de la casa.
Las bodas de las embarazadas se
celebraban por las noches en la iglesia, cuando todo el mundo ya estaba
recogido en sus casas y las calles se habían quedado desiertas. Pero el
cura de entonces era conocido de la familia de mi padre y accedió a
casarlos por la tarde y a la luz del día. No hubo ni
flores, ni vestido blanco, ni zapatos, ni arroz, ni celebración. Las gentes del
pueblo, que esperaba en la calle para ver pasar a la novia, se quedaron con
las ganas porque mis padres subieron a la iglesia en un coche que les habían prestado, algo absolutamente
inusual en aquellos tiempos en los que el cortejo nupcial acostumbraba a recorrer el pueblo camino de la ceremonia. Después del oficio, las dos familias
tomaron unas rosquillas en la posada y la de mi padre subió
al coche que los había traído y volvió a su pueblo.
Mi padre mantuvo siempre que la había
dejado embarazada a propósito para que los dejaran casarse, aunque dado su
carácter fabulador lo más probable es que fuera una de sus
invenciones.
La pareja tuvo una relación alejada de los cánones del pueblo. Él siempre la llamó "chati" en vez del "chacha" con que los demás
se dirigían a sus mujeres, y le traía flores cuando volvía del campo.
A
mediados de los sesenta mi padre se vio obligado a emigrar por temporadas al extranjero,
y esas separaciones, que no solían durar más de siete u ocho meses,
eran un duro golpe para ellos. La tarde antes de la partida se
sentaban a la lumbre, en silencio, mirando el fuego, y recuerdo que el dolor, porque yo ya entonces podía percibirlo, era auténtico e intenso. Y nos alcanzaba a todos.