La lectura
Mi pasión por la lectura viene de muy
lejos. Es más, tengo la certeza de que si con tres años aprendí a
leer sola fue porque ya intuía que mi vida iba a mejorar, que habría
un antes y un después, que a partir de ese momento dejaría de estar
sola, y que todos esos personajes que pululaban por ahí iban a ser
una buena compañía y un ejemplo a seguir, y que la vida sin ellos
casi no merecía la pena vivirse. Mis primeras lecturas no fueron
demasiado edificantes: durante años devoré fotonovelas con la misma
pasión con la que ahora leo a Alice Munro. Me gustaban esas
historias de amores difíciles, donde las parejas pasaban por mil
contrariedades para acabar siempre reconciliadas y juntas. Eso era
bonito. Te embargaba una emoción y un anhelo que te llevaban
fácilmente a las lágrimas, pero con el tiempo me di cuenta de que
mis intereses no iban por ahí: claro que quería sentirme amada pero
el casamiento era algo con lo que nunca soñé. Es más, tras esos
finales que se suponían felices yo veía el tedio agazapado, y
quizás por eso me satisfacieron más esos finales abiertos que
encontré en mis siguientes lecturas, esos finales que no eran
finales, que me hacían creer que a los personajes les iban a seguir
pasando cosas, buenas o malas tanto daba, lo importante es que les
pasaran. La felicidad y el tedio, pensaba, están a veces demasiado
cerca como para no salir corriendo.
Mis lecturas siempre fueron muy
erráticas. Mezclaba clásicos con autores recién publicados y
dejaba para otro momento, que muchas veces nunca llegó, libros que
me aburrían o que se me resistían en las primeras cincuenta
páginas. Lo que buscaba era que me enamoraran y eso ocurrió muchas
veces. Cuando eso se producía leía todo lo que hubiera publicado de
ese autor, lo que se hubiera escrito sobre él, su correspondencia,
sus biografías, y durante un tiempo mis días giraban en torno a esa
persona.
Al principio me acercaba a un autor
leyendo primero sus novelas y luego pasaba a otros textos, pero con
el paso de los años me interesan cada vez más las autobiografías,
los libros de memorias, y sobre todo las cartas. Me interesa mucho
más el Flaubert que escribía a Louise Colet que el de Madame
Bovary, de la misma manera que me han fascinado las cartas de Emilia
Pardo Bazán a Galdós y no tengo ni la más mínima curiosidad por
leer su obra novelística.
Cuando hace unos años se despertó mi
interés por el teatro creí que me aficionaría también a leer esos
textos, pero me equivoqué. Los textos teatrales no me interesan. Me
aburren con su simplificación, me resultan romos y faltos de vida.
Verlos representados es otra cosa: es como si floreciesen. Puedes
leer Ricardo III y salir indemne pero cuando oyes a un actor decir
“mañana en la batalla piensa en mí” y repetir esa frase como
una letanía se te hiela la sangre. Y eso que Shakespeare no es mi
autor preferido, quizá porque abusa de los crímenes. Prefiero a
Chejov, porque sus personajes, como leí una vez, vuelven casi todos
a su casa, jodidos, pero vuelven. Pero sobre todo porque los
personajes de Shakespeare no son lectores, no te los imaginas con un
libro en la mano, ni dentro de la escena ni fuera de ella. Esa gente
no lee, no tengo ninguna duda. Sin embargo los personajes chejovianos
leen con toda certeza: leen las tres hermanas, y la dama del perrito
seguro que también es una gran lectora.
Otro de los placeres de la lectura es
saber que podrás seguir disfrutándola durante el resto de tu vida,
que no necesitas muchas energías para leer un libro, que pasarán
los años y te seguirá acompañando, que quizás tengas que ponerte
gafas o buscar libros con la letra más grande, pero eso poco
importará. Porque cada tanto descubrirás a un autor que te
reconciliará con la vida, que la hará más llevadera, y te
preguntarás cómo es posible que hayas tardado tanto en llegar a él
o a ella, como ayer me preguntaba al concluir mi lectura de Amy e
Isabelle de Elizabeth Strout. A sus pies, señora.