Empecé
a estudiar el Bachillerato con diez años. Eramos solo seis alumnos
los que habíamos abandonado la escuela y optado por estudiar. En mi
pueblo ir a la escuela no era estudiar, era simplemente ir a la
escuela, estudiar era algo más serio. El grupo lo componíamos: dos
chicos, dos chicas, mi hermana y yo. Todos eran mayores que yo, como
mínimo dos años.Y claro que estudiábamos, lo hacíamos a todas
horas, todos los días de la semana, salvo los momentos en que nos
acercábamos a la escuela a que el maestro nos tomara la lección o
nos corrigiera los problemas de matemáticas o de química. Era como
preparar una oposición: nosotros memorizábamos en casa y luego
íbamos a cantar el tema. Con la teoría no había problemas, ni
siquiera con el francés porque tanto él como nosotros desconocíamos
que se leía de una forma y se pronunciaba de otra, Donde el pobre
hombre sudaba sangre era con los problemas porque en muchas ocasiones
no sabía cómo resolverlos y daba por buena nuestra propuesta aunque
el resultado no coincidiera con el que el libro informaba en las
páginas finales. En esos casos él lo atribuía a un error de
imprenta, pero a medida que avanzaban los cursos los errores de
imprenta se fueron multiplicando y en cuarto de Bachiller hubo de
admitir que hacía demasiados años que había estudiado y que apenas
recordaba ya nada. Cada año en junio cogíamos el autobús y nos
íbamos a Talavera de la Reina donde en dos días nos examinaban de
todas las materias. A mí esos viajes me encantaban, y me gustaba
hacer exámenes con dos excepciones: el dibujo porque aunque nunca
tuve mano, agudizado seguramente por ser zurda contrariada, lo que sí
tuve siempre fue ojo y yo era la primera en darme cuenta de los
desaguisados que pertrechaba; y la gimnasia, porque hacer ejercicio
con camisa, falda y bombachos siempre me pareció un despróposito y
los dos ejercicios obligatorios, el pino y el puente, a pesar de mis
cientos de intentos nunca fui capaz de hacerlos.
Durante
esos años estuve un poco desubicada: mis amigas seguían siendo las
de mi edad pero no participaba en nada con ellas porque estaba
siempre estudiando y apenas las veía un rato los domingos por las
tardes que eran nuestras únicas horas de asueto. Me hubiera gustado
ser cantora, y cantar en la misa como hacían ellas cada domingo,
pero como no podía perder el tiempo yendo a los ensayos me estaba
vedado. Tampoco tenía mucho éxito con los chicos, quizás porque mi
madre se gastaba el poco dinero que había en libros de texto en vez
de en ropa y si no estrenabas no llamabas la atención. No existías.
También me hubiera gustado bailar la jota, que era la pieza de
cierre de todos los bailes del pueblo, pero aunque simulaba hacerlo
yo sabía que había algo que se me escapaba y no disfrutaba con ese
baile.
Los
veranos, ya sin obligaciones escolares, se pasaban volando. No había
piscina y todo nuestro entretenimiento era pasear por la carretera
los domingos arriba y abajo. Tampoco había libros para leer solo
fotonovelas que durante años devoré con la misma pasión con la que
ahora leo a Alice Munro. Mis primas mayores nos las prestaban y
durante el verano leíamos todas las que habían comprado a lo largo
del año. Me gustaban esas historias de amores difíciles, donde las
parejas pasaban por mil contrariedades para acabar siempre
reconciliadas y juntas. Eso era bonito. Te embargaba una emoción y
un anhelo que te llevaban fácilmente a las lágrimas, pero con el
tiempo me di cuenta de que mis intereses no iban por ahí: claro que
quería sentirme amada pero el casamiento era algo con lo que nunca
soñé. Es más, tras esos finales que se suponían felices yo veía
el tedio agazapado, y quizás por eso me satisfacieron más esos
finales abiertos que encontré en mis siguientes lecturas años
después, esos finales que no eran finales, que me hacían creer que
a los personajes les iban a seguir pasando cosas, buenas o malas
tanto daba, lo importante es que les pasaran. La felicidad y el
tedio, pensaba, están a veces demasiado cerca como para no salir
corriendo.
Como
el maestro sólo había estudiado el Bachiller Elemental, cuando
llegamos al quinto curso mi hermana y yo tuvimos que salir del
pueblo. Mi madre alquiló a una prima suya la casa que tenían en
Talavera y allí nos fuimos a vivir dos años para poder seguir
estudiando y nos matriculamos en el instituto. Al principio no nos lo
podíamos creer, que nos fueran a examinar los mismos profesores que
nos daban clase era como hacer trampa, y que en clase te explicaran
todos los problemas y te dieran la tarea casi hecha nos llenaba de
alegría. Apenas dedicábamos tiempo al estudio y obteníamos buenos
resultados. Eso era vida. En realidad vivíamos en Talavera de lunes
a viernes porque casi todos los fines de semana cogíamos el correo y
nos íbamos al pueblo de donde volvíamos al lunes siguiente con una
maleta llena de patatas, de garbanzos, de huevos, de acelgas, de
botellas de aceite. Mi hermana, que entonces tenía 18 años era la
encargada de acarrear la maleta desde la estación hasta la casa
donde vivíamos que estaba en el otro extremo de la ciudad, y
recuerdo que teníamos que parar de vez en cuando para que recuperara
el aliento.
Cuando
en junio terminamos el quinto de bachiller, mis padres decidieron que
nos fuéramos a hacer la temporada de verano a Benidorm, a trabajar
en la hostelería. Nos fuimos mi padre, mi hermana y yo, y fue la
primera vez en mi vida que vi el mar. El descubrimiento fue
fascinante, nunca había pensado que fuera tan azul, ni que estuviera
tan levantado en el horizonte, ya desde kilómetros antes de llegar
se le veía al fondo inmenso y tranquilo. Antes de ese viaje solo
había estado una vez en Madrid a los nueve años y otra en Toledo. Y
tanto como el mar me asombró cruzar La Mancha, con esos pueblos
dejados caer en la llanura inmensa, y sin ninguna montaña que los
protegiera. Recuerdo que me pregunté donde se escondería esa pobre
gente cuando necesitara hacerlo.
Mi
prima Nela, que ya llevaba en Benidorm algunos meses, fue la
encargada de acogernos. Habló con la gobernanta del hotel donde
trabajaba y nos acomodaron en una habitación la primera noche. Al
día siguiente nos fuimos los cuatro a buscar trabajo de hotel en
hotel. Con mi hermana y conmigo no había ningún problema, en muchos
de los que preguntamos necesitaban camareras de pisos pero para mi
padre, que entonces tenía 46 años, el asunto estaba complicado.
Decidimos ofrecernos en un lote, o los tres o ninguno, y a media
tarde encontramos trabajo en el Hotel Helios. El edificio acababa de
construirse y nuestra tarea sería limpiar todas las estancias para
que al mes siguiente pudiera inaugurarse. El sueldo era de 5000
pesetas al mes, algo superior a lo que se pagaba en otros hoteles,
pero con la condición de que se trabajara de lunes a domingo y no se
librara ningún día. Trabajábamos diez horas diarias pero no lo
llevé mal, todo el mundo estaba muy animado y nadie se quejaba, y a
veces después de trabajar nos íbamos a un bar que había allí
cerca y pedíamos una cocacola y un Apolo y volvíamos corriendo a
acostarnos porque el cansancio nos podía. Cuando al mes siguiente
abrieron el hotel fue como si nos ascendieran, dejamos de respirar
polvo de yeso y nos quitamos los pañuelos con los que nos
protegíamos el pelo y nos pusimos unos uniformes nuevos que nos
favorecían. La verdad era que los uniformes de camarera de comedor
eran los más bonitos, los de las camareras de pisos eran de color
rosa, a cuadritos, pero estábamos muy guapas a pesar de todo. Tenía
una amiga, Charo, que solo tenía trece años, y que a veces mientras
hacía las habitaciones se tumbaba en la cama y se quedaba dormida, y
pasaba todos mis ratos libres con ella. Nuestra mayor diversión era
coger el ascensor y subir y bajar a los clientes o hacerlo solas, y
salir corriendo cuando veíamos aparecer al director o al jefe de
recepción. Nos gustaba también probar todas las colonias que
encontrábamos en las habitaciones hasta que nos dimos cuenta que el
olor nos delataba ante la gobernanta o comer bombones o cualquier
otra chuchería que encontráramos apetecible.
A
finales de agosto mi hermana y yo dejamos Benidorm, sin haber pisado
la playa, y volvimos a nuestra rutina de estudio en Talavera. Mi
padre siguió trabajando de jardinero en el hotel unos meses más. En
noviembre de ese año nació mi hermana Nieves. A mí me disgustó
enormemente ese embarazo. Me pareció un disparate tener una nueva
hermana a mi edad y cuando en el instituto nos dieron el recado de la
buena nueva y todas las chicas nos felicitaban yo las miraba
enfurruñada y no entendía que se nos pudiera felicitar por una cosa
así. En sexto de Bachiller nos relajamos tanto que por primera vez
me quedó una asignatura pendiente en junio, a mi hermana dos, y en
verano volvimos de nuevo a trabajar a Benidorm al mismo hotel del año
anterior. En septiembre en vez de regresar al pueblo mi padre alquiló
un apartamento en el Rincón de Loix y mi madre, mi hermano y mi
hermana pequeña se vinieron a vivir a Benidorm.
Esos
dos años vividos allí los recuerdo con alegría. Teníamos dinero,
íbamos a la playa, a bailar a la discoteca del hotel, con el tiempo
ascendí de camarera de pisos a camarera de comedor y las propinas
aumentaron. Le dábamos el sueldo íntegro a mis padres pero las
propinas nos permitían comprarnos ropa, y pagarnos las clases de
francés e inglés que tomábamos por las tardes. Me enamoré del
maitre del hotel, un joven llamado Felipe que me veía como a una
cría y no me hacía ni caso, pero a mí eso no me importaba
demasiado, yo solo quería mirarle y sentir que estaba cerca. Me
gustaba cruzarme con él y sentarme a su lado a la hora de comer. Y
un día nos llevó en su coche a ver las fuentes del Algar en una
excursión que aún recuerdo con emoción.
Por
aquel entonces mataron a Carrero Blanco y hubo tres días de luto.
Preguntábamos que si era Franco que era al único al que conocíamos
pero nos dijeron que no que era Blanco, Carrero Blanco, pero ese
nombre no nos decía nada y no insistimos. Finalmente los tres días
de luto quedaron reducidos a uno en Benidorm porque las autoridades
consideraron que los turistas no tenían la culpa y cerrar las
discotecas tres días era un despropçosito.
Uno
de mis entretenimientos de aquella época era recoger todos las
novelas en inglés que los clientes se dejaban al marchar y organizar
una pequeña biblioteca en un radiador del pasillo de mi planta.
Animaba a los clientes nuevos a que se sirvieran a su gusto y les
pedía que después de leerlas las dejaran de nuevo allí. Al
principio la gobernanta puso mala cara pero la convencí contándole
lo contentos que se ponían los clientes cuando les explicaba que
esos libros estaban a su disposición. La noticia se corrió por el
hotel y venían clientes de otras plantas a buscar algo para leer y
cuando se iban me regalaban los libros que hubieron traído por lo
que en unos meses aumentaron considerablemente mis existencias. La
pena es que a mí no me sirvieran, mi inglés era muy rudimentario, y
aunque lo poco que hablaba lo hacía con mucha fluidez era impensable
ponerme a leer en esa lengua. Así que me compraba en el quiosco
libros de la colección Reno de Plaza y Janés y empecé a leer a
Moravia, Gorki, Pearl S. Buck o Vicky Baum.
El
trabajo de camarera de comedor resultó más animado que el de
trabajar en los pisos aunque tenía el inconveniente de que el ritmo
era más frenético y había que pelearse con la gente de la cocina
que nunca te ponían las patatas fritas que les pedías o no tenían
los platos limpios a tiempo para montar las mesas. Además como los
ingleses comían muy pronto, a la una y a las ocho de la tarde cuando
abría el comedor se sentaban todos a la vez a comer y de pronto te
encontrabas con doce mesas llenas de gente a las que atender al mismo
tiempo. En los años setenta aún no había servicio de buffet y la
comida se sacaba de la cocina emplatada o en grandes bandejas. Como
era la más cría y, además, rápida como una comadreja, mis mesas
siempre estaban al final del inmenso comedor, con lo que tenía que
recorrer interminables distancias desde la cocina hasta mis clientes.
Eso no era un inconveniente para mí pero con tantos desplazamientos
y a la velocidad a la que trabajábamos el riesgo de resbalones
aumentaba. La primera caída fue antológica: aplausos de unos
comensales, risas de otros, chanzas de los camareros, felicitaciones
del pasavinos... Me juré, mientras me levantaba, que aquello no se
iba a repetir. Unas semanas después, al perder el equilibrio de
nuevo, mientras la bandeja volaba por los aires, cerré los ojos, me
dejé caer sin resistencia y me hice la muerta. Oí ruidos de sillas
que se movían y pasos acelerados de compañeros que se acercaban. Me
incorporaron, me dieron aire con el abanico de una turista, me
sentaron en la silla del cliente más cercano y me acercaron un vaso
de agua mientras yo volvía
en mí y disfrutaba
del protagonismo. Y salí del comedor del brazo del maître
como una princesa.
Durante
esos tres años de estancia en la costa volvimos en alguna ocasión
al pueblo y curiosamente mi situación cambió como por arte de
magia, de pronto todos los chicos querían bailar conmigo y pasé de
no existir a ser una de las más exitosas, y hasta tuve por primera
vez un pretendiente.
Sin
embargo mi madre no estaba muy conforme con nuestra situación. Se
lamentaba de que después de todo el esfuerzo que habíamos hecho al
final hubiéramos acabado en un trabajo para el que no se necesitaba
ninguna cualificación y que no tenía ningún futuro. Visto ahora lo
más lógico hubiera sido que estudiando idiomas y con el Bachiller
hecho hubiéramos intentado buscarnos un trabajo en una recepción o
algo similar pero a ninguno de nosotros se nos ocurrió y pusimos
todas nuestras esperanzas en Madrid. Todos los hermanos de mi padre
vivían en Madrid y aunque apenas los tratábamos siempre asociamos
esa ciudad con la prosperidad. Así que hicimos la maletas y mi
hermana que tenía entonces veintiún años y yo con dieciocho
dejamos la luz de Benidorm y nos dispusimos a hacer carrera en la
capital.
A
primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en Madrid. Nada más
bajarnos del autobús dejamos las maletas en la consigna de la
estación y nos compramos el diario Ya.
Había salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria
los largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A
mediodía empezamos a desesperarnos. No era tan fácil conseguir un
trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se
notaba demasiado que no éramos de Madrid, que éramos unas recién
llegadas, unas extrañas vulnerables y fuera de sitio. Un blanco
fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes que pasaban por delante de
nosotros y quería ser como ellas: quería tener prisa, quería tener
un sitio a donde ir, quería ser normal y dejar de una vez ese banco
frío que se había convertido en nuestra primera residencia en
Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza fue renegar de haber
emprendido ese viaje y mucho menos responsabilizar a mi madre o a mi
hermana por embarcarme en ello.
A
primera hora de la tarde conseguimos una cita y esa misma noche
empezamos a trabajar. Nos cogieron a las dos. Era un matrimonio con
cuatro hijos varones. Vivían en un piso enorme en la calle Diego de
León a dos pasos de donde dos años antes habían asesinado a
Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a la señora se le
llamaba señora,
al señor de don.
A los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos
por sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la
limpieza y de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una
mujer seca y antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente
las tareas que teníamos que hacer al día siguiente, qué
recipientes utilizar, qué cantidad de limpiador echar y cuántas
pasadas había que dar. Era una relación casi exclusivamente
epistolar, rara vez nos decía algo de viva voz, todo se resolvía
por escrito. Estaba más interesada en las cuestiones domésticas que
en sus cuatro hijos y ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A
los pocos días después ya nos habían puesto al tanto de que su
padre tenía una amante, cuestión que parecía no importarles en
exceso. El trato con los niños fue estupendo desde el principio y
aún hoy en día recuerdo a los Cansino con mucho cariño.
Sin
embargo, vivir en una casa ajena era lo que peor llevaba. Había
pasado los dos últimos años en un hotel y podría pensarse que
estaba acostumbrada a vivir en sitios ajenos, pero la vida en el
hotel era como estar en familia, de hecho así se llamaba a toda la
gente que trabajaba allí: la
familia, y se hablaba
del comedor de la
familia y de las
habitaciones de la
familia. Ahora todo
era muy distinto. La única familia aquí eran ellos seis. Nosotras
éramos un apéndice útil pero incómodo. Tenía la sensación de
trabajar durante todo el día y toda la noche, me sentía siempre
expuesta, no tenía intimidad alguna y estaba rodeada de objetos
que me eran extraños: nada me pertenecía, ni las sábanas en las
que dormía ni el uniforme que vestía, ni mucho menos el vaso que
accidentalmente rompía. Cuando años después he oído a alguien
decir que lo peor de que se caiga algo y se rompa es que luego hay
que recoger los añicos, siempre me he quedado con las ganas de decir
que no, que lo peor es tener que dar cuenta a alguien de que ese vaso
se ha roto. Y soportar su mirada.
Tenía
libres las mañanas y mi hermanas las tardes de lunes a viernes. El
sábado trabajábamos todo el día y el domingo teníamos libre de
cinco a diez de la noche. Me matriculé en una academia para
recuperar la asignatura de Física de sexto que tenía pendiente y en
septiembre empecé a estudiar COU en el instituto Emilia Pardo Bazán
que estaba en la calle de Santa Brígida. Como el padre de los niños
era director general de un banco se nos ocurrió que podríamos
trabajar en un banco y mi hermana se matriculó en la academia VOX
que estaba en la Gran Vía para prepararse las oposiciones a banca.
Al año siguiente mi hermana se matriculó en el instituto y yo me
fui a VOX a estudiar contabilidad, cálculo, mecanografía y
operaciones bancarias. Pero a esas alturas ya habíamos dejado atrás
a los Cansino y nos habíamos cambiado a otra casa y luego a otra,
buscando hogares con señoras más asequibles y con menos niños que
atender. En la última casa en la que trabajé solo había un niño,
Eduardo, y mi horario era de cinco a nueve de la tarde aunque después
de esa hora debía permanecer en la casa porque los padres salían
casi todas las noches. Además el domingo lo tenía entero libre y
podía hacer senderismo en la sierra de Madrid o salir con un novio
que tenía entonces. Y además trabajaba sola en la casa, la relación
con mi hermana Pilar se había ido deteriorando, de alguna manera yo
necesitaba independizarme de ella y cada vez llevaba peor que mi
hermana tuviera la última palabra en todo, me mangoneaba y yo me
revolvía. Ya tenía veinte años y me consideraba una persona
adulta. Justo cuando terminé el curso de banca me presenté a las
pruebas que una banca catalana, que se iba a establecer en Madrid,
estaba haciendo para seleccionar un auxiliar administrativo. Pasé
más de tres horas en un piso de la calle Montesa haciendo un examen
psicotécnico que mé dejó desfondada pero del que salí muy
contenta, sobre todo de la entrevista con el psicólogo al que tuve
la certeza de haber sosprendido favorablemente. Cuando más tarde y
todavía eufórica se lo conté a mi hermana, ella me hizo ver lo
difícil que sería conseguir ese trabajo: había una sola plaza y
muchos candidatos. Pero yo le insistía diciéndole que yo solo
necesitaba una plaza y que iba a ser para mí. Me habían dicho que
en caso de pasar esa primera ronda me convocarían a una segunda
prueba de conocimientos bancarios pero esa prueba nunca llegó.
Cuatro días después me llamó el director del banco y me citó al
día siguiente en su despacho, al terminar la entrevista me dijo que
el puesto era mío y que si sabía todo lo que decía estupendo y que
si no era así me enseñarían, que se arriesgaban. Salí a la calle
Velázquez como en una nube todavía sin creerme que aquello me
estuviera ocurriendo a mí y los únicos veinte duros que llevaba en
el bolsillo se los di a un hombre que pedía a la puerta del Metro
para que participara de mi alegría. Era un veinticinco de julio de
1977 y tenía veintiún años recién cumplidos.
Cambié
mi habitación ajena en una casa de la zona de Azca con todas las
comodidades por un piso en la avenida de la Albufera, frente al campo
del Rayo Vallecano, cutre y frío, pero que fue un espacio querido
porque fue mi primera casa propia. Solo tenia una habitación con una
cama de matrimonio y en ella dormíamos ambas. El trabajo en el banco
era estupendo, era como no trabajar: se pasaban las horas volando. El
director, el interventor y el jefe de riesgos me adoptaron y me
llevaban a comer con ellos y me reprendían cuando me apoyaba con los
codos en la barra porque decían que eso no era de señoritas. En una
de esas salidas a comer, y cuando estábamos en un diminuto comedor
de un restaurante muy discreto de la calle Caballero de Gracia, me di
cuenta de que justo a nuestro lado comía el padre de los Cansino con
una mujer que supuse era la amante de la que hablaban sus hijos. Lo
saludé y él se alegró de verme o al menos eso me dijo. Mis
compañeros se metieron conmigo por que me había levantado como un
resorte pero yo francamente no sabía cómo se actuaba en esas
circunstancias y me acerqué a su mesa sin pensarlo. Con el paso de
los días cada vez me sentía más atraída por el director, un tipo
muy carismático de treinta y seis años, casado y con hijos. El
interés era mutuo, aunque lo mío era solo un interés platónico,
por eso cuando me propuso la posibilidad de encontrarnos fuera del
trabajo y con discrección le dije que a eso no podía jugar, que en
realidad yo le veía más como un padre que otra cosa y nunca
insistió, ni cambió la relación que teníamos. Le agradecí su
franqueza y que me lo hubiera planteado con tanta claridad. También
intentaron convencerme de que ser secretaria sería una buena
oportunidad para mí pero rehusé porque tampoco eso entraba en mis
planes. Lo que más me interesaba era aprender todo lo que se hacía
en esa oficina y me ofrecí voluntaria como correturnos, una
ocupación que nadie quería porque cuando ya sabías abrir cuentas
corrientes con soltura tenías que dejarlo y pasar a ocuparte de la
cartera o aún peor de la caja, algo a lo que la mayoría le tenía
pavor. Gracias a eso cuando al año siguiente abrieron una segunda
oficina en Madrid me propusieron como interventora pero las altas
esferas de Barcelona consideraron que para ese puesto era mejor un
hombre y por primera vez en mi vida me enfrenté a un hecho que
desconocía: se me discriminaba por ser mujer, cuestión que jamás
se me había pasado por la cabeza. El cabreo no me duró mucho porque
ese mismo año me matriculé en la Facultad de Económicas y cumplí
uno de mis sueños más queridos: ser universitaria.
En
los años setenta la universidad por la tarde era un mundo muy
distinto al de las mañanas. Todos los que asistíamos a ese turno
trabajábamos, había funcionarios, empleados de banca o de otros
sectores y más de un ingeniero haciendo su segunda carrera. El bar
no era el lugar de encuentro, de hecho no lo pisábamos nunca,
asistíamos a las clases y no perdíamos el tiempo, como mucho entre
clase y clase hacíamos unas risas. Recuerdo que casi siempre era de
noche y que las aulas siempre estaban llenas de humo. Teníamos clase
de cuatro de la tarde a nueve de la noche y tardaba una hora y media
en volver desde Cantoblanco a mi casa de Vallecas.
Mi
hermana, harta de no encontrar trabajo y animada por la presencia de
un novio que acababa de echarse en Semana Santa decidió volverse a
Benidorm. Por una parte me alegré porque ya no tendría que verme
obligada a mentir sobre el precio del bolso que me acababa de comprar
pero por otra esa soledad me empezó a pesar ya desde los primeros
días. Viví más de un año sola entregada al trabajo y al estudio y
sin tiempo para más. Poco antes de Navidad acepté la propuesta de
una compañera del banco, Guadalupe, que quería salir de casa de sus
padres y alquilamos un piso en la calle de la Luna y a solo unos
minutos de la oficina donde trabajábamos. Esta nueva casa era un
ático con una terraza enorme desde la que se veía el skyline de la
Gran Via, era muy fría en invierno y muy calurosa en verano, pero
por lo demás era perfecta y además tenía teléfono y portero
físico y automático. Lo que para mí fue un cambio a mejor para mi
compañera de piso fue todo lo contrario: dejó un piso inmenso en el
paseo de la Castellana lleno de comodidades y de hermanas y se
encontró en una casa donde tenía que ocuparse de la limpieza, de la
comida y de la ropa, algo a lo que no estaba acostumbrada y con unos
gastos que mermaban considerablemente un sueldo del que hasta ese
momento había dispuesto por entero para sus caprichos. Cuatro meses
después decidió desandar el camino y volvió a casa de sus padres y
yo me encontré con una casa que podía pagar a duras penas. Eso sí
tardaba diez minutos andando en ir a trabajar y como casualmente uno
de mis compañeros de Facultad vivía justo al lado volvía en coche
con él todos los días y ganaba un tiempo de oro. Además vivir en
el centro de Madrid era maravilloso, ya desde el primer momento me
sentí como en casa, la soledad en una ciudad se siente mucho menos
si se vive en el centro, allí todos parecen recién llegados y la
ciudad te acoge de otra manera, como si te estuviera esperando. Los
más de doce años que viví en la calle de la Luna fueron una etapa
definitoria y vivida con mucha intensidad. Por entonces tenía un
novio que había conocido haciendo la mili en Madrid y que al
terminar había vuelto a su ciudad, a Antequera, pero que cada tanto
venía a verme. Era como tener novio a medias pero como estaba
volcada en la Facultad y en el trabajo me resultaba muy útil,
recuerdo que fue a él al primero que llamé cuando nos desalojaron
de la Facultad la tarde del 23F y nos mandaron a casa, aunque ya para
entonces sus visitas eran cada vez más espaciadas en el tiempo y la
relación se estaba diluyendo.
En
junio al terminar los exámenes de tercero de carrera al volver del
trabajo por la Gran Vía me compré en un quiosco El País, como
hacía a diario, y la Guía del Ocio. No podía saber que ese gesto
tan trivial me cambiaría la vida. Cuando terminé de comer leí el
periódico de punta a punta y después eché mano de esa revistilla
que iba a ponerme al día de todas las películas que había que ver,
de todos los montajes que no debía perderme y de todas las
exposiciones que era obligatorio visitar. al llegar a la última
página descubrí unos anuncios de contactos que leí con el mismo
interés con el que leía las esquelas funerarias en El País.
Siempre he sido de leer todo. Todos los textos eran previsibles y no
decían mucho de quien los había escrito. Sin embargo uno de ellos
llamó poderosamente mi atención. Decía así:
Si te gusta el
blues, Visconti, los colores cálidos y divagar sobre casi todo, si
eres universitaria (o parecido), carente de dogmas (o casi) y tienes
una sonrisa bonita (o equivalente) te pido que me escribas porque me
gustaría conocerte. Universitario, veintiseis años, alto, delgado,
independiente.
No sé si lo que
más me sedujo fue lo de los colores cálidos o esas acotaciones
entre paréntesis pero tuve la certeza de que iba a escribirle. No
recuerdo casi nada del contenido de esa carta, solo de que era muy
entusiasta, como yo era o queria hacerme creer a mí misma que era
entonces, y de que le decía que también era independiente aunque
solo económicamente. Días más tarde me llamó por teléfono, me
dijo que se llamaba S. y quedamos en mi casa. Lo prudente hubiera
sido quedar en un café pero la conversación teléfonica había sido
tan cálida, tenía una bonita voz, que le propuse venir a casa,
quizás pensando que como en el fútbol siempre se juega con ventaja
cuando se está en propio campo, fue probablemente la única ventaja
que tuve en mucho tiempo porque ya desde que le abrí la puerta y vi
esa figura alta, desgarbada y de gesto huidizo me sedujo. Era un tipo
muy interesante con una biografía parecida a la mía: había
empezado a trabajar a los trece años y no fue hasta los 21 cuando se
sacó el graduado escolar. Estudiaba cuarto de Historia contemporánea
y trabajaba de recepcionista en un hotel. Vivía solo en un
semisótano que se había comprado en la calle Alberto Aguilera, a un
paso de mi casa.
Hablamos durante
horas y más tarde me llevó a conocer su casa. Era una casa
preciosa, llena de detalles, parecía la casa de un artista, Tenía
montones de elepés y de libros, un poster enorme de Lindsay Kemp y
las paredes llenas de los cuadros que pintaba. Durante ese verano nos
vimos a menudo pero siempre de vez en cuando, nunca dos días
seguidos. Yo estaba entregada pero él mantenía las distancias. Mi
dependencia del teléfono era brutal solo vivía para esperar sus
llamadas, si me iba al cine dejaba el casete grabando con una cinta
virgen y cuando volvía lo conectaba para ver si en mi ausencia había
sonado el teléfono.
Al llegar el otoño
me di cuenta de que no iba a ningún sitio con esa relación, volví
a mi rutina de trabajo y Facultad, las citas se fueron espaciando y a
veces pasaban más de diez días sin que ninguno llamara. Para
contenerme apuntaba en una agenda las fechas de sus llamadas y de las
mías y procuraba que estuvieran equilibradas. Si le tocaba a él yo
no podía llamar. Y S. cada vez llamaba menos. En noviembre solo nos
vimos una vez
En diciembre,
aunque debería estar preparando los exámenes parciales me fui una
tarde sola a los cines Alphaville a ver una película de Eric Rohmer.
Empezaba a estar cansada de que mi vida fuera solo trabajo y
Facultad. Era la sesión de las seis de la tarde y la película era La
mujer del aviador. Cuando se hizo la luz en la sala al acabar la
proyección me fijé en un joven alto y de ojos verdes que estaba
sentado delante y que salía ensimismado de ver la película. Bajé
por Martín de los Heros, él iba delante de mí, y se me ocurrió
hacer lo que hacía la chica de la película: seguirlo. Subimos hasta
Princesa y cruzamos la plaza de España en dirección a la Gran Vía
mientras yo pensaba cómo abordarle. No tuve tiempo de pensar nada
porque de pronto vi que iba a coger el metro y me acerqué a él y le
hice la pregunta más tonta, le pregunté que si sabía qué hora
era, me dijo que no, que no llevaba reloj, y entonces le dije que yo
sí, y que eran las ocho y cuarto. Y que le había visto salir del
cine. Nos fuimos de cañas y me habló de él. Era un tipo encantador
y entrañable, dibujante y amante de los comics. Tenía veintitrés
años y se llamaba A. Y empezamos a vernos muy a menudo. Ibamos a
exposiciones, a conciertos, salíamos a comer o a cenar fuera, visitábamos librerías. En enero cuando
terminaron las vacaciones de Navidad decidí dejar la Facultad. No
puede decirse que tuviera muchos apoyos, todos pensaron que era un
disparate dejar la carrera en cuarto curso: mi familia, mis
compañeros de la Facultad, los del banco, mis profesores, pero yo lo
tenía muy claro. Quería viajar, salir, empaparme de cosas que
desconocía, dedicar mi tiempo a todas las cosas que me interesaban y
que siempre había tenido que postergar por mi falta de tiempo.
Quería vivir.
En primavera A. se
vino a vivir conmigo y fue una etapa de mi vida muy grata, me sentía
muy querida por A. y por su familia, y tenía tiempo y dinero para
hacer todo lo que quisiera. Viajé a París, a Roma y Florencia, a
Venecia, a Ibiza y a las Canarias en invierno en busca de sol.
Disfrutaba por primera vez de mi casa, de mi terraza, me compré mi
primer televisor y el diccionario de María Moliner. Escuchaba música
en casa, leía libros de arte y hasta tenía tiempo para pintarme las
uñas si me apetecía.
Dos años más
tarde en el mes de agosto quedé a comer con S. y le dejé una
carpeta con lo que había escrito el verano que nos conocimos. Al día
siguiente me llamó para devolvérmela. Me pasé por su casa y como
ya lo teníamos todo hablado del día anterior dedicamos el tiempo a
cuestiones menos intelectuales. A la semana siguiente me iba de
vacaciones y me dijo que le telefoneara a mi vuelta. No me dio tiempo
a llamarle porque me llamó él antes y volvimos a vernos.
Empezó una época
muy animada. Yo le presenté a Antonio y S. me presentó a sus
amigos: Marisa, una pintora con la que tomaba clases, María, una ex
medio parisina y Javier, un amigo de esta última y compañero de la
Facultad. Salíamos todos juntos o quedábamos de a dos. Viajamos a
Lisboa y a la vuelta le confesé a Antonio lo que sentía por S.
Decidimos sin embargo seguir viviendo juntos. nuestra relación había
sido siempre más afectiva que erótica y ninguno de los dos quería
prescindir de ella.
La relación con S.
estaba no obstante en el aire, teníamos encuentros a solas, pero no
éramos oficialmente pareja. El no quería comprometerse más y yo
pensé que en ese momento sí que me podía permitir esa cierta
indefinición. Con el paso del tiempo, no obstante, la relación se
fue estrechando, viajamos solos durante todo un mes con un interrail
por Europa y llegamos hasta Estambul. Al verano siguiente nos fuimos
en una furgoneta a pasar cuatro semanas a Marruecos pero S. de vez
en cuando tenía algún escarceo que a mí me sacaba de quicio. Me
hubiera gustado pagarle con la misma moneda pero por desgracia solo
tenía ojos para él, aunque confieso que tonteé un poco con el guía
en nuestro viaje a Marruecos.
Hasta que un día
apareció el arquitecto. Que tuviera esa profesión fue estupendo
porque a S la
arquitectura siempre le había parecido una ocupación interesante
(por esa mezcla de técnica y arte que, al menos en teoría, se les
supone a los arquitectos). Mi “arquitecto” era de Barcelona, pero
vivía temporalmente en Madrid, en un ático precioso en la calle de
la Bola. Por entonces el sueño de S, que vivía en un piso interior,
era tener una casa con mucha luz, y ya me ocupé yo de señalarle el
ático de mi enamorado un día que paseábamos por el barrio de los
Austrias.
La relación con el arquitecto era perfecta para mis fines: que S se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar; que, más tarde, S y yo nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos el uno del otro, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer y no me molestaba. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que S iba a mi casa, y no unas flores corrientes, qué va, era de gustos muy refinados. Siempre solía llamarme en el momento oportuno. Yo disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras S disimulaba su enojo. El arquitecto viajaba mucho, pero casi siempre sus viajes coincidían con periodos en los que S y yo estábamos bien. Y se fue a vivir a Nueva York casualmente cuando mi relacion se estabilizó.
Años después le confesé a S lo mal que había llevado esos coqueteos. キTampoco tú perdiste el tiempo”, me contestó. “Lo perdí a mi manera -le dije-, el arquitecto sólo existió en mi imaginación”. “ソY las flores?” “Las flores me las enviaba yo, me dejé una pasta en el Bourguignon de Alonso Martínez”. “ソY el ático del barrio de los Austrias?” “Ni idea de quién sería, pero me gustaba porque estaba lleno de plantas”. “ソY las llamadas telefónicas?” “Eso se lo encomendé al despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: dieciocho horas cinco minutos veinte segundos, dieciocho horas cinco minutos cuarenta segundos...”
La relación con el arquitecto era perfecta para mis fines: que S se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar; que, más tarde, S y yo nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos el uno del otro, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer y no me molestaba. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que S iba a mi casa, y no unas flores corrientes, qué va, era de gustos muy refinados. Siempre solía llamarme en el momento oportuno. Yo disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras S disimulaba su enojo. El arquitecto viajaba mucho, pero casi siempre sus viajes coincidían con periodos en los que S y yo estábamos bien. Y se fue a vivir a Nueva York casualmente cuando mi relacion se estabilizó.
Años después le confesé a S lo mal que había llevado esos coqueteos. キTampoco tú perdiste el tiempo”, me contestó. “Lo perdí a mi manera -le dije-, el arquitecto sólo existió en mi imaginación”. “ソY las flores?” “Las flores me las enviaba yo, me dejé una pasta en el Bourguignon de Alonso Martínez”. “ソY el ático del barrio de los Austrias?” “Ni idea de quién sería, pero me gustaba porque estaba lleno de plantas”. “ソY las llamadas telefónicas?” “Eso se lo encomendé al despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: dieciocho horas cinco minutos veinte segundos, dieciocho horas cinco minutos cuarenta segundos...”
No
sólo no se sintió molesto sino que le halagó que me hubiera tomado
tanto trabajo.
Y
la verdad es que no había perdido el tiempo porque al arquitecto me
lo inventé, pero no así al ingeniero, ni al guía de A
años luz
con el que finalmente tuve una cita años después, ni mucho menos al
médico que me presentó mi amigo Javier y con el que viví una
preciosa historia durante los cuatro meses que duró su estancia en
Madrid.
Durante
esos años asistí a clases de expresión corporal y de teatro y allí
conocí a gente muy interesante y algunas de mis mejores amigas
salieron de ese grupo. Sin embargo el trabajo en el banco empezaba a
hastiarme. Había cambiado de dueños y el nuevo equipo era un grupo
de patanes que me sacaban de quicio. Ya llevaba once años y decidí
cambiar de trabajo. Como no quería seguir haciendo un trabajo
rutinario como el que hacía hasta entonces me matriculé de nuevo en
la Facultad para acabar la carrera. Tenía treinta y dos años y me
encontré una universidad muy cambiada. España había entrado en el
Mercado Común y mi especialidad Estructura económica era ahora una
de las más deseadas por aquellos que querían hacer carrera en
Bruselas. Ninguno de mis compañeros trabajaba y pasé de ser una de
las primeras a una del montón, pero me adapté con facilidad y me
encantaba cuando los profesores me saludaban en los pasillos como si
fuera uno de ellos.
En
el mes de marzo, tres meses antes de acabar la carrera, ojeé las
páginas salmón de El País y recorté tres anuncios. Quería
empezar a hacer entrevistas, algo que no había hecho en los trece
años anteriores.
El
más interesante era de una consultoría de un banco. Buscaban un
economista, con experiencia en Banca y en formación. Les conté que
pretendía licenciarme tres meses después y les escribí medio folio
diciéndoles que aunque no tenía experiencia en formación si tenía
experiencia actoral y si había conseguido mantener la atención de
un público esperaba que no se me resistieran un grupo de alumnos.
Además les decía que como era una gran lectora tenía bastante
fluidez verbal y escrita.
Me
llamaron, me entrevistaron y en diez días estaba trabajando en las
instalaciones de Banesto cerca de Arturo Soria. Entonces su
presidente era Mario Conde y Banesto era la segunda empresa preferida
por los universitarios después de Andersen Consulting.
El
cambio fue brutal, de estar muy controlada en cuanto a horarios y
tratamientos pasé a trabajar de una forma absolutamente distinta. Me
costó Dios y ayuda llamar de tú al consejero delegado, era algo
superior a mis fuerzas, al final me justifiqué diciéndole que en
esas cosas era muy francesa y el hombre desistió de su empeño.
Disfruté muchísimo impartiendo cursos a los directores de las
oficinas de toda España y explicándoles la diferencia entre un swap
y un contrato de futuros.
El
cambio de trabajo no agradó a S. El seguía trabajando de
recepcionista en el hotel, además daba clases de historia del traje
en una escuela de diseño y hacía correcciones de estilo para una
editorial, estas dos últimas ocupaciones solo por diversión. Nunca
había pensado en dejar el hotel pero mi nueva deriva laboral en
cierta medida era como si le obligara a dar el paso a él también.
Fuera lo que fuese, ocho meses después concluyó veinticuatro años
de trabajo en el sector de la hostelería y empezó a trabajar en una
editorial del grupo Planeta.
Nuestra
relación era cada vez más estrecha, ya hacía más de diez años
que nos conocíamos y seguíamos sin saber lo que era el
aburrimiento. Ninguno de los dos quería tener hijos y aunque
seguíamos manteniendo las dos casas dormíamos todas las noches
juntos.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia. Contraté un apartado de
correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que decía que
estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití a la
revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al principio se
mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que le leería
todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ソPiensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo la carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí,
que seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
Al
año siguiente acompañé a S. a Nueva York en un viaje de trabajo.
Era el mes de diciembre y hacía muchísimo frío. Tenía treinta y
siete años y fue durante ese viaje cuando empecé a barajar la
posibilidad de tener un hijo.
Nunca
habíamos contemplado la posibilidad de tener descendencia. Mejor
dicho sí lo habíamos hablado y ninguno de los dos teníamos el más
mínimo interés en perpetuarnos. No sé con certeza lo que me hizo
cambiar de idea, quizás ver a mi sobrina Ruth con quince años me
hizo envidiar por primera vez a mi hermana Pilar y darme cuenta de
que eso que siempre había desechado podría hacerme más feliz. Tal
vez fue la muerte de Juan Benet: recuerdo ver las fotos de los cuatro
hijos acompañando a la joven viuda. Hasta entonces tener hijos se me
había representado como algo secundario, apto solo para personas de
poca imaginación. Cuando me cruzaba con una embarazada sentía
lástima por ella porque tenía la impresión de que su embarazo
seguro que era no deseado.
Convencer
a S. no fue fácil pero al final claudicó diciéndome un piropo:
"como todas las decisiones que te he visto tomar han sido
siempre correctas, vamos a pensar que esta también lo es, aunque no
esté en absoluto convencido". Eso sí una vez tomada la
decisión se le hizo muy larga la espera. Deseaba que el embarazo se
presentara cuanto antes y cada mes esperaba ansioso la noticia.
Muy
poco a poco fui dejando mi casa de soltera de la calle de la Luna y
me fui a vivir a la casa de S. en la calle Jardines. Tardé casi unos
meses en trasladarme definitivamernte porque me daba miedo perder mi
nido, así que seguí pagando el alquiler durante un tiempo aunque
apenas pisara la casa.
En
el trabajo las cosas iban solo regular, la intervención de Banesto
por el Banco de España y la caída de Mario Conde supuso el cierre
de todo un entramado de empresas creadas con dudosos fines. Una de
ellas era la consultora en la que yo trabajaba. En seis meses pasamos
de ser 300 empleados a una docena. A ninguno de mis cinco compañeros
del área de formación se les renovó el contrato y me quedé sola,
primero porque era la única con contrato indefinido y segundo porque
tenía un proyecto en marcha y, más tarde, porque además estaba
embarazada.
Eso
sí, tenía la certeza de que a la vuelta de mi baja maternal mis
días estaban contados en la empresa, pero curiosamente esta
circunstancia no me hizo perder nunca el sueño porque siempre supe
que saldría adelante. Me limité a hacer una lista de las personas a
las que podía recurrir y pensé que mi prioridad era en ese momento
mi embarazo y el tema del trabajo era secundario. Ya por entonces
tenía medianamente claras mis prioridades: lo primero yo, lo segundo
mi pareja y lo tercero mi hijo.
Por
entonces, S. estaba haciendo un MBA-Executive en el Instituto de
Empresa y decidimos casarnos el día 22 de diciembre, no porque fuera
el día de la lotería sino porque justo ese día acababa el máster
y podíamos disfrutar de nuestros quince días de permiso. La boda
para ambos era un mero formalismo, ni trajes ni familia. Incluso
pensamos ir a Pradillo en el autobús de la línea 9 pero convencí a
S. de que la ocasión pedía taxi. Solo nos acompañaron los dos
testigos: mi ex Antonio y su novia, y mi amiga Carmen. A la salida
nos fuimos los cinco a comer a un restaurante del Barrio de Salamanca
cuyo nombre no recuerdo. Por la tarde S. se fue a cerrar su máster y
por la noche nos fuimos ambos a cenar a Paradis, un restaurante
precioso cerca del Congreso.
El
embarazo fue estupendo: ni vómitos, ni antojos, ni más molestias
que las normales. Caminaba mucho: por El Retiro o de vuelta del
trabajo cada día, desde la Prosperidad hasta el Centro. En abril, un
mes antes de cumplir treinta y nueve años nació Eduardo. El parto
fue bastante complicado, con forceps y tardé en recuperarme más de
lo habitual. Creo que esa experiencia tan negativa me hizo olvidarme
de tener a continuación un segundo hijo como en principio había
previsto. Estaba encantada con mi bebé y ya no necesitaba más. Ya
en el hospital en brazos de su padre mientras me daban interminables
puntos de sutura y a pesar de estar recién nacido, levantaba la
cabeza y me buscaba con los ojos. Era un niño muy tranquilo, siempre
de buen humor, y muy grande (había pesado cuatro kilos y medio al
nacer). Recuerdo como lo mecía con la cantata 149 de Bach moviendo
el cochecito por todo el salón y como disfrutaba su padre teniéndole
dormido sobre su pecho como una ranita. Como no pude darle el pecho
por un problema dermatológico, S. y yo nos turnábamos con los
biberones y yo podía dormir siete horas de un tirón por las noches.
Cuando llevaba tres meses de baja maternal me llamaron de mi empresa
para decirme que en el departamente de formación de Banesto
necesitaban una persona para llevar la formación de riesgos, y que
el director general, que me conocía por haber trabajado con él en
mi último proyecto, quería que fuera yo. No me podía creer que eso
me pasara a mí. En vez de despedirme me iba a trabajar a Banesto y
con mejores condiciones de las que tenía en la consultora.
Como
no teníamos a quien dejar a Eduardo en caso de ponerse enfermo
descartamos la guardería y decidimos contratar a una mujer para que
lo cuidara. No fue fácil encontrar la persona adecuada pero
finalmente lo conseguimos y hoy dieciocho años después sigue con
nosotros.
Todo
lo relativo a la crianza fue muy positivo aunque reconozco que acabé
harta de padres y de cumpleaños de niños. Esos padres no son tus
amigos, son los padres de los amigos de tu hijo y hay que soportarlos
en algunos casos. No suelen tener vida propia y se vuelcan en los
hijos de una forma enfermiza que los hace poco interesantes. Y son
muy competitivos. Si alguien ha asistido con su hijo a un partido de
fútbol los sábados por la mañana sabrá de qué estoy hablando. Se
lo toman como algo personal y visto desde fuera resulta lamentable.
Desde
que nació Eduardo nos dimos cuenta de que vivir al lado de la Puerta
del Sol no era una buena idea para criar un hijo. El piso de Jardines
era una casa muy grande pero solo tenía un dormitorio, primero
pensamos en hacer reforma pero luego desistimos y lo pusimos a la
venta. Además las aceras de la calle Jardines eran tan estrechas que
impedían el paso del cochecito y en el centro apenas había colegios
y zonas verdes. Decidimos irnos a vivir a Arturo Soria. Elegimos esa
zona porque allí estaban los servicios centrales de Banesto, y
buscamos una casa que me permitiera ir andando a trabajar.
Encontramos un piso estupendo justo al lado del metro, en una
urbanización llena de niños y con unas zonas comunes espléndidas.
En
esa época tuvimos dos muertes muy cercanas: el único hermano de S.
murió con solo 32 años y dos años después murió su madre con 69
años. Fue un duro trance para él y para su padre. Poder compartir
con él esas circunstancias nos unió aún más.
S.
no solo fue un padre estupendo sino que desde un principio asumió
que la crianza era algo de los dos. Recuerdo que el primer día que
nos falló la chica por una gripe hablamos de tirar una moneda al
aire para ver quien de los dos se quedaba en casa ese día y faltaba
al trabajo. El se ofreció voluntariamente a quedarse en un gesto que
le engrandeció.
Profesionalmente
nos fue muy bien a ambos esos años. Mi trabajo en el departamento de
formación era muy interesante y tenía un jefe que me asignaba
siempre los proyectos más apetecibles. Teníamos una relación
estupenda y cuando le dije que era la primera vez en mi vida que
tenía un jefe más inteligente que yo le arranqué una carcajada.
Cuando alguna vez me decía que había esperado más de mí, le
contestaba parafraseando a Julian Barnes. Decía este escritor inglés
que cada uno tiene la pareja que se merece y yo le decía que en el
trabajo ocurre lo mismo: que cada jefe tiene el equipo que se merece.
También
le contaba que Juan José Millás decía que a los jefes tontos les
gusta rodearse de tontos, y que no era como podía pensarse porque
tuvieran miedo a perder su silla, sino por algo mucho más simple:
porque a los tontos les pasa lo que a todo el mundo: que les gusta
estar con su gente.
S.
recibió una oferta para dirigir el sello Aguilar del grupo
Santillana, dejó Planeta y empezó a trabajar a solo diez minutos
andando de nuestra casa. Esa cercanía nos posibilitaba el que ambos
pudiéramos comer en casa y disfrutar ese tiempo juntos.
Uno
de los libros que encargó por entonces era el de una bloguera que
escribía regularmente en su web. S. me animó a leer ese y otros
blogs y en quince días abrí mi propia página a la que puse el
nombre de Chica con falda roja. Era totalmente anónimo y solo S.
supo de su existencia durante años. Elaborar esa página me sirvió
de vía de escape y disfruté escribiendo casi diariamente de todo lo
que se me ocurría. Curiosamente, y aunque el grueso de los blogueros
tenía entre diez y quince años menos que yo, los que más éxito
tuvieron fueron aquellos en los que hablaba de mi experiencia en el
pueblo.
Me
hicieron una reseña en el diario El País y el número de mis
lectores aumentó de manera exponencial. Y lo que era más importante
disfrutaba cada vez más escribiendo.
Por
entonces Banesto empezó a ofrecer la prejubilación a los empleados
de más de 50 años y yo que me estaba acercando a esa edad me cambié
a un departamente más anodino pero en el que era más probable poder
acogerme a esa opción. Regalé mis libros del mundo de la empresa y
empecé a recoger la mesa. Cinco meses después de cumplir 50 años
abandoné mi vida laboral y como la protagonista de Lo que el viento
se llevó me juré que nunca más volvería a trabajar por dinero.