martes, abril 14, 2009




Ayer tomé un café en el Círculo de Bellas Artes con po. Quizá otro día os cuente como viví ese encuentro, pero de momento prefiero que sea ella la que tome la palabra:

Habíamos quedado a las cuatro y media. Faltaba más de una hora, así que aún tenía tiempo de comprar unos almendrados para celebrar su quinto cumpleaños. Y decidí buscar los dulces en el mismo lugar donde ella había encontrado su falda. Así tendríamos una segunda casualidad, como casualidad era que la fuese a conocer justo el día de su cumple. Mientras el vendedor envolvía la cajita en papel de regalo, ella llamó por teléfono. “¡Voy para allí!”- dijo. Y a pesar de que confiaba en que no habría imprevistos, en ese momento su llamada me tranquilizó.

Cuatro horas más tarde el tren arrancaba, conmigo. Y Madrid quedaba atrás, con ella. Llamé a mis padres; no les conté nada. Llamé a M.; tampoco acerté a decir más que un “me siento feliz y triste y extraña y me muero de nervios al pensar en el encargo que me ha hecho”. Y es que al pensar en lo que me había pedido, me sentía tan poquita cosa, tan incapaz… incapaz de ponerme de nuevo mis medias, aunque fuese sólo por un momento, para escribir en su espacio, para contar que nos habíamos encontrado. Era todo un reto. Y más estando, como estoy, desentrenada.

Así que después de mucho tratar de poner orden, sin éxito, a todo lo que me golpeaba la cabeza, decidí escribir una carta. Y la carta dice así:

Querido Mr Peep,

Disculpará que me dirija a usted con un “querido”, pero no puedo hacerlo de otro modo. Estoy bastante nerviosa, y llamarle “estimado” no me ayudaría nada.
Con estas líneas quiero pedirle que le dé a Bo un recado. Y es que a pesar de mi verborrea y de que me lancé a quedar a ciegas con ella, soy en realidad muy vergonzosa, y decírselo directamente… ¿qué quiere que le diga? Me da reparo.
Así pues, dígale que le doy las gracias por su mirada. Por sus ojos tan abiertos, tan atentos. Por sus ojos brillantes. Tan brillantes que su color oscuro es sólo una paradoja (o contrariedad, si queremos; como contrariada está su mano zurda).
Dígale que por un momento sentí que mi voz y mi cuerpo temblaban, y no podía ser de frío porque nuestra mesa estaba pegada a un radiador. Que entonces ella rió por algo, y a mí se me pasó el tembleque. déle las gracias también por eso. Por la risa generosa y familiar que tanto ayuda y que, por circunstancias, tanto y tantas veces
echo de menos.
Cuéntele que durante la cita, y después de ella, me sentí (y me siento ahora) afortunada. Mucho. Cuénteselo. Dígale que en esas tres horas aprendí más que en tantos días, semanas y meses, más que en estos dos últimos años, en los que el miedo al cambio me ha mantenido inmovilizada.
Cuéntele que una vez, hace años, una amiga me llamó extasiada tras haber conversado con un director de cine francés al que admiraba profundamente. Cuéntele que ahora, por fin, comprendo su emoción. Y pídale por favor que me disculpe, por haber hablado tanto. No hago más que regañarme por ello…, ¿cómo pude? con la de cientos de miles de cosas interesantes que ella tiene para contar (y cuando digo esto, no lo digo por decir, usted bien sabe), no tengo perdón.
Y aquí me despido, porque ya me vale. Menudo abuso de las subordinadas y ya estoy hablando de más otra vez.
Ay. Cuídese, cuídela. Y déle un abrazo muy grande. Y reciba todo mi cariño,

po

PD. Espero que Bo le dejase a usted, al menos, un almendrado de prueba, y que no se los comiese todos de camino a casa.

(Y ya que me han pasado el micrófono y no me han puesto límite de tiempo –je…-, voy a compartir un secreto. Y les digo a todos los que, como yo antes de conocerla, se pregunten “¿cómo será la chica con falda roja?”. A esos a los que les pueda la curiosidad, les digo: para descubrir su retrato, leed el blog. Pero leedlo bien, sin dejar huecos, de arriba abajo. Y si tenéis tiempo, de un tirón. Si reparáis en cada detalle y los unís, la tendréis… ¿la tenéis? Pues creedme: es así, tal cual la habéis visto. Palabrita.

¿Y a que mola un montón?)