domingo, octubre 12, 2008




Nunca he compartido la opinión de los que dicen que las tardes de domingo son difíciles de soportar, que se llevan muy cuesta arriba. Quizás los que lo que lo viven así es que no pasaron su infancia como yo, en un pueblo donde los domingos eran la verdadera razón de vivir, donde se soportaba el resto de los días de la semana porque al final siempre estaba el domingo. Y es que ese día era una verdadera fiesta: de vestidos nuevos y zapatos impolutos, de misa, de paseos, de piruletas, chupachups y pipas, de amigas, de bailes...
Y aunque en la ciudad se viva todo de forma distinta, he seguido disfrutando de esas tardes de domingo, que siempre me han parecido unas tardes plácidas: tardes de sofá, de siesta, de periódicos y suplementos dominicales, de cafés y de galletas. Y si además, como me ocurre ahora mismo, entran los últimos rayos de sol por mi ventana, y cuando levanto los ojos del teclado veo los árboles de la calle Arturo Soria que ya empiezan a amarillear, me atrevería a asegurar que son las tardes perfectas. O casi.
Aunque quizás el motivo de mi bienestar sea simplemente que desde el salón me viene esta música.