domingo, enero 08, 2006




Una de las costumbres más arraigadas en mi pueblo era el de tirarse pedos a diestro y siniestro: en la casa, en la calle, trabajando en el campo o tomándose un chato en el bar. El único sitio que se libraba de esos efluvios era la iglesia, por eso algunos solían quedarse en la puerta sin entrar y así seguir disfrutando de ese hábito. Aunque no todos lo hacían nadie se atrevió nunca a quejarse cuando una peste repentina los inundaba: se daba por hecho que así se había hecho siempre y había que respetar los derechos de los que querían desahogarse de esa manera.
Cuando se supo que los gases que desprendían los pedos eran cancerígenos algunos tímidamente se atrevieron a pedir medidas en su defensa, pero inmediatamente les hicieron callar y les tacharon de intolerantes.
Y bien, me diréis que esto es un cuento, pues sí, lo es, pero es que no sé cómo decir que estoy hasta la coronilla de oír a unos y a otros hablar de la ley antitabaco. Y es que si algo tiene esta ley de reprochable es que ha tardado demasiado en llegar. Estoy cansada de los fumadores porque no tienen razón al obligarnos a los demás a fumar a la fuerza, del Gobierno que se atreve a decir en su campaña televisiva que en el fondo los fumadores están deseando esta ley, de los empresarios que obligan a recuperar los minutos que sus empleados consumen en la puerta de la oficina pero no los que gastan al teléfono o conectados a internet, de la prensa que hoy afirma que si esta ley consigue irritar a los ciudadanos es probable que los no fumadores empiecen a fumar y los ex fumadores retomen el vicio (tamaño disparate se recoge hoy en el editorial de El País).