miércoles, enero 18, 2006




Cuando vamos al cine siempre queremos que nos den asientos que estén en nuestra filas favoritas y, a ser posible, que estén bien centraditas. Cada uno tiene sus gustos: a unos les gustan las de muy atrás, a otros las del medio y hasta conozco a unos cuantos que prefieren sentarse casi sorbiendo la pantalla. Pero a los diez minutos de empezar la película, y si esta merece la pena, casi todos olvidan dónde están sentados y se entregan a la historia que les cuentan, y ríen, y lloran, y se emocionan, y se dejan llevar por esa magia que algunos directores consiguen transmitirnos con sus películas.
Si, por el contrario, nuestra elección no ha sido acertada, y ya desde los primeros planos nos hemos dado cuenta de que aquello es una sandez empezamos a sentirnos incómodos. Si estamos mal ubicados nos lamentamos de tener el cuello rígido o de ver la pantalla demasiado pequeña y si tenemos un sitio de fábula empezamos a sentir que hace demasiado frío o demasiado calor, y hasta nos molestan las risas del resto que francamente pensamos que no tienen razón de ser.
Y os cuento esto porque el otro día alguien me preguntó si creía que el tamaño importaba.