viernes, octubre 07, 2005




Cuando la conocí no había cumplido aún los veinte años. Era una chica morena y pizpireta. Marian tenía un acento canario delicioso y acababa de llegar a Madrid donde compartía piso con su novio y otros dos estudiantes. Coincidíamos dos veces por semana en el taller de expresión corporal al que ambas acudíamos en un sótano cerca de la plaza de Santa Ana, pero dado que ella se había incorporado ese año, y estábamos a principios de noviembre, aún no habíamos tenido oportunidad de tratarnos apenas. Todo el grupo salíamos a tomar cañas después de las sesiones y uno de esos días me dijo que necesitaba hablar conmigo. Sabía que yo trabajaba en un banco y quería preguntarme si tendría posibilidades de que le concedieran un crédito de cuarenta mil pesetas, sólo por unos meses, hasta que cobrara la beca en el mes de febrero. Le expliqué que las entidades financieras no suelen trabajar con esos importes, ni prestar a estudiantes sin aval, y que lo mejor que podía hacer era pedírselo a su familia. Se mordió los labios y casi con un hilo de voz me dijo que no podía hacerlo, que no podía recurrir a ellos porque entonces tendría que confesarles para qué necesitaba ese dinero. No quiero decirles que estoy embarazada, concluyó. Me imaginé en una situación así y, sin pensármelo dos veces, me ofrecí a prestarle ese dinero. A la mañana siguiente se pasó por la sucursal donde trabajaba, salimos a tomar un café y se fue tan contenta.
No volvimos a hablar del asunto hasta el mes de marzo en que ella me dijo que se le estaba retrasando el cobro de la beca. La tranquilicé diciéndole que no se preocupara. A mediados de mayo me comentó que esperaba que no pensara que no iba a devolverme ese dinero, me sorprendió ese comentario y me disgustó el tono en el que lo dijo. En junio no acudió al taller, supuse que debido a los exámenes, y como en el piso no contestaban al teléfono a primeros de julio imaginé que se habría marchado a Canarias a pasar las vacaciones.
A la vuelta del verano no se incorporó a las clases de expresión corporal, así que la llamé y uno de los estudiantes me dijo que Marian ya no volvería a Madrid, que se había matriculado en una universidad de las islas. Con mucho tacto le pedí que me diera un teléfono para localizarla y, como le vi dubitativo, le expliqué que tenía una deuda con ella que quería saldar.
Me cogió su madre el teléfono, una señora muy educada y que al no estar su hija en ese momento insistió en conocer el motivo de mi llamada, sólo le dije que era una amiga de Madrid y le pedí que no se olvidara de dar el recado a su hija. A la media hora Marian me devolvió la llamada, la noté nerviosa y alterada, y, casi sin preámbulos, me pidió el número de mi cuenta para hacerme la transferencia. Se sintió pillada y temió que hiciera a sus padres partícipes de sus avatares en la Capital.
La transferencia la recibí al día siguiente y nunca volví a prestar dinero a nadie a quien no me importara regalárselo si lo necesitaba.