Hace unos años participé en un taller de masaje sentitivo gestáltico que duró todo un fin de semana. Tras los primeros ejercicios, se iban venciendo los pudores y los participantes se despojaban de su ropa, cada uno a su ritmo, hasta que finalmente se podía trabajar con el cuerpo, que es de lo que se trataba, libremente y sin ataduras. Sólo disponíamos de un albornoz para cuando necesitábamos refugiarnos en él.
Después de cada ejercicio solía hacerse una puesta en común en la que los asistentes contaban cómo habían vivido esa experiencia. En una de esas paradas uno de los participantes se quejó porque el que le había dado el masaje era un chico y eso no le había hecho ninguna gracia. Como era de verbo fácil expuso con convicción un montón de argumentos para avalar su tesis: manos más duras, gestos más bruscos, menos sensibilidad, menos demoras... No se podía sentir lo mismo, mantenía, si tu cuerpo es masajeado por un chico que por una chica. (Tengo que aclarar que en estos talleres el límite está en que no se pueden tocar los genitales .)
En el ejercicio siguiente el instructor nos hizo colocarnos en círculo y pidió que nos colocáramos una venda alrededor de los ojos. Sin embargo, cuando terminamos de hacerlo nos fue desatando a todos el pañuelo y sólo quedó tapado el chico que se había quejado. A continuación pidió a la chica más atractiva del grupo que se acercara al vendado y empezara a recorrerle todo el cuerpo con las manos impregnadas de aceite. Lo hacía, según aclaró, para compensarle por la mala experiencia de la sesión anterior. A medida que las dos manos resbalaban por la piel del muchacho este empezó a responder, primero con una sonrisa de gusto y después con una erección más que considerable. El instructor quiso saber cómo se sentía y él confesó que estaba disfrutando de lo lindo, más que masajeado se sentía acariciado, añadió. No había color, insistió, entre el tacto de una mujer y el de un hombre. No puede compararse, concluyó.
En ese momento se dio por terminado el ejercicio y el que estaba al lado le quitó la venda. Y al abrir los ojos descubrió lo que todos sabíamos desde el principio menos él: que las manos que le habían recorrido eran unas manos masculinas.