Durante mis paseos por la playa con Mr. Peep, cuando nos cruzábamos con una de esas personas que va explorando cada centímetro de arena armado con un detector de metales, nos decíamos lo mismo: Mr. Peep (como pesimista que es) mantenía que era una actividad inútil, que las probabilidades de encontrar un objeto de oro son ínfimas... Yo (como optimista declarada) opinaba todo lo contrario y le decía que si le dedicaban tantas horas sería por algo, que seguro que de tanto en tanto encontraban algo que compensara el esfuerzo.
El año pasado, paseando sola por la orilla del mar, me encontré una pulsera de oro. Era horrible, una de esas con una cadenita de la que cuelgan un zapatito en miniatura, una espuela, un chupete... Pero me encantó el hallazgo porque, por fin, podría demostrarle a Mr. Peep que tenía razón.
A la mañana siguiente salí de nuevo a mi paseo con los ojos bien abiertos. Había tenido la premonición de que encontraría los pendientes a juego. No los encontré, claro está. Y es que hasta el optimismo tiene un límite. ¿O no?