martes, agosto 02, 2005




Siempre he pensado que la calidad humana de nuestros congéneres sigue una distribución normal de parámetros 0 y 1. Que no se asusten los de letras que esto se explica muy fácilmente. Esa famosa distribución estadística no es otra que la archiconocida campana de Gauss. Echadle una ojeada y seguimos. Pues bien, en la cola de la izquierda estarían los auténticos hijos de puta, esos impresentables que afortunadamente sólo representan un 2,5%. La de la derecha recogería a las personas de una calidad humana fuera de lo común (no estoy pensando en Teresas de Calcuta o similares, precisamente), que desgraciadamente sólo son otro 2,5%. Y en el 95 por ciento restante estarían encuadradas casi todas las personas con las que nos relacionamos: unos más generosos que otros, unos más cálidos y otros menos, unos con el ego más subido (como la que suscribe, por ejemplo) y otros más humildes... El porqué de que nuestros amigos nos parezcan casi perfectos no es otra cosa que nuestro deseo de quererlos: no es que los queramos porque sean fantásticos, es que los vemos fantásticos porque los queremos.
Recordaba esto el otro día cuando un comentarista aludía a mi exceso de ego pretendiendo incomodarme. En realidad lo que consiguió fue halagarme porque, a estas alturas de la película, que lo único que se le ocurra reprocharme sea eso sólo tiene una explicación: o es decididamente benevolente o apenas me conoce: puedo asegurarle que sin demasiado esfuerzo descubriría una ristra de defectos que me acompañan desde que tengo memoria. Estaba pensando hacer yo misma esa lista, interminable, pero creo que tampoco hay que dar tantas facilidades, ¿no?