martes, agosto 23, 2005




Esta mañana he vuelto al trabajo y me he pasado el día haciendo infinitos quiebros para huir de los fotógrafos aficionados. Hablo de esos compañeros que vuelven de vacaciones cargados de fotos de sus viajes y que te obligan a decir un monosílabo ante cada una de ellas, cuando al fin y al cabo has visto la torre de Pisa mejor fotografiada o la pirámide del Louvre bajo un mejor ángulo. Si sólo fuera en estas fechas se les podría perdonar pero no, suelen ser los mismos que aprovechan cualquier evento familiar para acarrear sus álbumes con fotos de su boda o del nacimiento de sus hijos (éstas, especialmente, suelen ser temibles: el bebé solo en veinte posturas distintas, y con la madre, con el padre, con la cuñada, con los abuelos, con esos vecinos que son como de la familia...).
Siempre he tenido la sensación cuando viajo, y les encuentro cargados con sus cámaras, de que sólo pueden ver a través de ellas, de que lo que contemplan no les produce goce, de que el disfrute les viene al mostrar a otros lo que a ellos no les ha emocionado. Me recuerdan a Luis Miguel Dominguín cuando se despidió de Ava Gardner después de su primer escarceo sexual. Dicen que le preguntó la estrella que a dónde iba y él sorprendido le respondió: "A dónde voy a ir... ¡a contarlo!".