jueves, julio 14, 2005




Durante los meses que cuidé de sus hijos sólo les tomé prestadas dos cosas, aunque sólo en un caso les pedí permiso. Formaban una pareja muy curiosa: la mujer era hija de un alto cargo militar de la época franquista, un tanto estirada y de carácter seco y adusto. Sólo la vi sonreír un par de veces en todo el tiempo que viví en su casa. Él, por el contrario, era un tipo campechano, amante de las plantas y de la lectura de novelas policíacas. Tenía decenas de libros de George Simenon y aproveché la primera noche en que me quedé sola para descubrir al inspector Maigret. No apagué la luz hasta que llegué a la última página, por lo que a la mañana siguiente le pregunté si podía tomar prestados sus libros.
Una noche en la que salieron a cenar, y mientras los niños dormían, me aventuré en el dormitorio conyugal y me puse a cotillear en los armarios. Cuando abrí el cajón de la ropa interior de ella no me sorprendió ver que sus prendas íntimas eran todas de color carne, casi idénticas unas a otras y escasas de atractivo. Lo que sí me llamó la atención fue encontrar escondido al fondo del cajón un diminuto conjunto de color rojo que aún tenía colgada la etiqueta. Volví a dejarlo en su sitio, pero ese hallazgo me resultó tan excitante, que muchas noches al quedarme sola iba al dormitorio y lo sacaba para contemplarlo una vez más. En ocasiones me pregunté cómo había llegado hasta ese cajón, aunque casi tenía la certeza de que era un regalo de él que ella se negó a estrenar.
La última noche que pasé en su casa fui un poco más lejos. En vez de guardarlo como otras veces me lo llevé a mi cuarto. A toda prisa me lo probé, y la chica de dieciocho años que era entonces se quedó fascinada por la imagen que de ella le devolvía el espejo, y sorprendida de lo excitada que estaba. Esa noche disfruté tanto, y tantas veces, que al final me quedé dormida antes de devolverlo a su rincón. Y al día siguiente ya no tuve oportunidad de hacerlo.
No me desprendí de esas dos piezas hasta casi una década después y siempre me pregunté qué sintió ella al notar su falta, si lo había lamentado o, por el contrario, se había quitado un peso de encima.