domingo, junio 26, 2005




Reconozco que estoy un poco cansada del culto al móvil que nos inunda. Es cierto que nos ha quitado unas cuantas incertidumbres y nos ha hecho más llevaderas las esperas pero creo que tampoco es para tanto. Antes no había móviles pero se hacía lo que se podía.
Cuando mi familia emigró a Levante alquilaron un estudio en un edificio cercano a donde mi padre trabajaba de conserje. Mi padre con sólo salir de su garita, y mirar hacia arriba, veía la fantástica terraza de su diminuta vivienda. A la hora de la comida mi madre salia a la terraza y esperaba a que mi padre estuviera a tiro para hacerle una seña. Podría haberle dado una voz, pero mi madre ya se había dado cuenta de que en Benidorm era todo lo contrario que en el pueblo, donde levantando un poco el tono te oía no sólo el llamado sino medio vecindario. Allí era distinto, el ruido era ensordecedor y la gente no se llamaba a gritos, decían que porque no quedaba fino, pero mi madre siempre mantuvo que si no lo hacían era porque nos le hubiera servido para nada.
A las pocas semanas de su llegada, y harta de asomarse a la terraza mientras la sopa del cocido se enfriaba o el arroz se pasaba, mi madre descubrió las posibilidades de las cuerdas de tender la ropa como medio de comunicación. Una servilleta blanca colgada significaba que la comida estaba lista; si era de color verde era que además se subiera una barra de pan y si ponía dos verdes quería decirle que las barras fueran dos. Mi madre que, como su hija segunda, a veces no tiene sentido de la medida le sugirió a mi padre la posibilidad de colgar una azul para cuando les faltara gaseosa, pero mi padre se negó y le dijo que con tanto color se iba a liar.