jueves, junio 16, 2005




Mi madre nos contaba que en su época las parejas de novios tenían terror a los hombres casados. Estos individuos solían acudir al salón cuando había baile a tomarse unas cervezas y, como no había otra cosa mejor que hacer, pasaban el tiempo observando desde la barra, y con envidia apenas disimulada, a las parejas que se movían por la pista. Se fijaban sobre todo en aquellas que a medida que avanzaba la noche iban bailando cada vez más pegados hasta que el deseo les nublaba los ojos.
En cuanto veían a una de esas parejas salir del local, la seguían discretamente y les daban tiempo para que entraran en faena. Cuando calculaban que ya habían pasado a mayores encendían sus linternas y se les echaban encima dejando a los pobres novios muertos de asombro y de vergüenza. Luego volvían al salón y se dedicaban a contar a todo aquel que quisiera oírles, que eran todos salvo los familiares de los sorprendidos, en qué situación les habían encontrado y si la chica tenía las bragas quitadas o enrolladas en los muslos.
Afortunadamente ahora ya no pasan cosas de ese tipo, pasan cosas como éstas. En un reportaje sobre padres e hijos que leí la semana pasada, una madre contaba indignada cómo su hijo de 22 años había aprovechado la ausencia paterna para hacer de las suyas. "No le advertimos, a propósito, de que habíamos cancelado el viaje que teníamos previsto para el fin de semana y cuando el viernes volvimos de cenar nos le encontramos con su novia dentro de la cama. Y encima -continuaba la señora-, se sintió molesto por no haberle avisado de nuestro cambio de planes."
Que los extraños no respeten tu sexualidad y la utilicen como objeto de burla me resulta lamentable, pero que tu propia madre haga algo similar es sencillamente decepcionante.