martes, junio 28, 2005




Cuando mis padres emigraron a Levante quisieron emular a Noé y viajaron acompañados de sus animales más queridos. Mi padre lo hizo con su perdiz preferida, la que utilizaba de reclamo para ir de caza, porque decía que le debía muchas satisfacciones a ese pájaro y no podía dejarle tirado. Mi madre eligió una pareja de palomas aún jóvenes para que criaran y la familia pudiera seguir comiendo pichones con arroz de vez en cuando. Mi hermano se llevó dos jilgueros y dos periquitos de cuyos trinos confesó no poder prescindir y mi hermana la pequeña se montó en el taxi con un conejo diminuto que parecía de peluche.
A las semanas de llegar aumentaron sus existencias con un perro recogido en el viaje, un gato al que libraron de una panda de guiris alcoholizados y un pato que compraron en el mercadillo.
Los amaneceres en casa de mis padres eran inenarrables con todos los bichos metiendo bulla y a mí, cuando les visitaba, y aunque me encantan los animales, me sacaba de quicio esa afición familiar. El más temido era el pato que a medida que iba creciendo soltaba unos graznidos furibundos que debían molestar a todo el edificio de enfrente, y dado que mi padre trabajaba allí de conserje, les dije que se estaban jugando las habichuelas pero no me hicieron ni caso. Supongo que sería una cuestión de prioridades.
Años después, ya en Madrid, me enteré de que cuando la familia de Manolo Escobar se trasladó a Cataluña se llevaron su cabra con ellos y la acomodaron en el balcón. Mi amiga, la que vivía en el paseo de la Castellana, se echaba las manos a la cabeza mientras el cantante le contaba esa anécdota a la reportera de Informe Semanal, pero yo me limité a sonreír.