domingo, mayo 15, 2005




Os dejo con Mr. Peep.

Los lunes con Mr. Peep
Hay muertos a los que nadie quiere velar ni tienen cortejo fúnebre ni misa de difuntos. Uno de esos era mi hermano. "¿Quiere verlo?", me preguntó el funcionario del Instituto Anatómico Forense. "Está normal", aclaró, como queriendo decirme que el trago no iba a ser demasiado duro. Deben de ver muchos cadáveres destrozados esta gente. Ya sabía yo que estaba normal, lo había visto la noche anterior, horas después de que mi padre me llamara y me dijera, con ese laconismo de la gente simple: "Está muerto, Luis está muerto". Cuando llegué, su cuerpo reposaba en el suelo de su habitación, con una expresión de serenidad en el rostro que no le recordaba. Mi padre le había colocado los brazos a los largo del cuerpo, con la intención, sin duda, de darle algo de dignidad a la escena. Luis llevaba varios años sin salir de casa, de su cuarto, quizá deseando inconscientemente ese desenlace. Como quizá inconscientemente lo deseábamos todos. Mi hermano Luis tenía treinta años y era un perdedor.
Durante años he recordado sus ojos pidiéndome ayuda. Decir que era drogadicto sería simplificar la cuestión. No era otra cosa que un crío demasiado sensible que no había sabido soportar la presión, y se fugaba o se refugiaba donde podía con lo que podía, como hacemos todos con algo más de suerte o de prudencia o de miedo. Vivir es jodido, en ocasiones.
El Instituto Anatómico Forense de Madrid está en la Ciudad Universitaria, cerca del edificio de Biológicas, entre pinos y setos. La entrada del edificio, no obstante, tiene algo de siniestro, como si la fachada, tan sobria, se hubiera contagiado del horror que tantas veces se debe de vivir dentro. Tardamos poco en el asunto del papeleo. Era el desenlace de quince años de fracaso. Nada excepcional, todo el mundo conoce algún caso así. Hace unos meses leí un reportaje sobre los hikikomori. Un comentario en el blog de Bo me lo recordó. Algo de hikikomori tenía mi hermano. A lo largo de esos años acudí muchas noches a casa de mis padres, cuando la situación alcanzaba una violencia insoportable. Luego Luis se recluyó, sin lazos con nada, apenas conmigo, su único hermano. A falta de otra cosa, tomaba ansiolíticos, barbitúricos... de todo lo que le hiciera dormir. Las pastillas que el médico recetaba sin preguntar y que mi padre le entregaba rogando que aquella noche no saliera de su habitación, que amaneciera sin escándalos ni gritos ni agresiones. O de que, quizá, no lo sé, aunque me lo pregunté entonces, facilitaran el final definitivo de aquel mal sueño.
Lo incineramos a la mañana siguiente. Al acto asistimos sólo Bo y yo. La ceremonia se parece a esas que se ven en las películas, a veces: una sala, en este caso vacía, y el féretro que se desliza hacia el horno crematorio, supongo. Cuando el ataúd desapareció detrás de las cortinas, la funcionaria nos preguntó que si nos esperábamos a recoger las cenizas. Le dijimos que no. Ya la habíamos dicho que no antes, cuando nos preguntó que si queríamos que un sacerdote rezara una oración. De vuelta a casa, mientras conducía, en mi cabeza sonaba Over the rainbow, la canción que interpreta Judy Garland en El Mago de Oz. Mi hermano solía tararearla, acompañándose de su guitarra, una eléctrica imitación de las Gibson que no tocaba mal. No he vuelto a oírla, ni quiero, desde entonces.
Ya sé, es un post triste, pero es que Bo me ha dicho que me deje de chorradas.