lunes, mayo 23, 2005




Durante casi dos años, todas las tardes volvía del trabajo en el coche de una joven colega muy divertida. Irene conducía bien y rápido y solía enfadarse con los que en la M-30 intentaban colarse a toda costa y aprovechar el más mínimo hueco para ponerse delante. Les ponía a parir aunque con una sonrisa de oreja a oreja y les dejaba bien clarito que no se iba a achantar. "¿Adónde irán con tanta prisa?", se preguntaba a menudo.
Un día le conté que Erich Fromm mantenía en El miedo a la libertad, algo así como que los habitantes de las grandes ciudades están poseídos por la urgencia. Salen de trabajar y bajan las escaleras corriendo para no perder el primer metro o se lamentan si al llegar a la parada del bus este se les escapa. Si van al volante de su coche se ponen nerviosos si el que va delante frena y no se apura para pasar el semáforo en ámbar; les molesta tener que ceder el paso al que se les cruza porque eso retrasa su vuelta a casa. Y lo peor de todo es que no saben para qué corren, porque la mayor parte de las veces cuando llegan a su casa se aburren.