Nunca he disfrutado con la música de jazz. Y sin embargo conozco la sala de conciertos del Colegio San Juan Evangelista, el mítico Johnny, como la palma de mi mano. Y Clamores, y el Café Central, y el Populart, y el Café Berlín... No me atreví a decirle que a mí esa música me dejaba fría, porque albergaba la esperanza de que un día mi sensibilidad despertara. Así que seguí acompañándole concierto tras concierto, hasta que me di cuenta de que no, de que esa música no estaba hecha para mí, y en vez de prestar atención a la música me dedicaba a pensar en mis cosas. Podría haber optado por quedarme en casa o hacer otra cosa, pero prefería estar con él, sentirle cerca. Y por eso seguí callando. Esas actuaciones fueron mis patos particulares.
Un día, en una de tantas vueltas como ha dado nuestra relación, se lo solté sin pensarlo: "No me gusta el jazz", le dije. Y me miró asombrado, intentado entenderme pero sin conseguirlo. Se lo dije como echándoselo en cara, para que se diera cuenta de lo que me había sacrificado por él. Lo que nunca le dije es lo que disfruté viéndole aplaudir al unísono con otra docena de asistentes cuando, por ejemplo, Steve Lacy soltaba la nota justa, esa nota que sólo eran capaces de percibir unos cuantos y que nos convertía al resto en auténticos convidados de piedra de esa fiesta.