martes, abril 05, 2005




Mis primeras vacaciones en el banco las empleé en hacer algo que deseaba desde siempre: viajar al extranjero. Me fui a Tours, una ciudad preciosa no muy lejos de París, a hacer un curso de francés, otro de mis amores de siempre. Mis compañeros de residencia eran casi todos españoles, salvo dos chicas alemanas y una chica mexicana, Diana, que desde el primer día despertó mis simpatías. Mejorar mi francés no se puede decir que lo mejorara mucho pero recuerdo esa estancia con mucho cariño y al terminar el curso pasé tres días pateándome París y enamorándome hasta los huesos de esa ciudad.
Dos años después cruzando la Gran Vía me topé de improviso con Diana y con su madre. Era la última persona con la que imaginaba encontrarme. Me contaron que estaban de paso y que sólo pasarían en Madrid tres días. A Diana le fascinó la casualidad del encuentro: que llegues a una ciudad donde sólo conoces a una persona, además para una estancia tan corta, y que te cruces con ella por la calle le parecía, como a mí, absolutamente novelesco.
La semana pasada decidí ponerme mi falta roja pero mientras la descolgaba recordé ese incidente y volví a colocarla en su percha. Quita, quita.