martes, abril 26, 2005




En nuestra estancia en Granada las pasadas Navidades nos acercamos a un puesto para que le escribieran a mi hijo su nombre en árabe. El escribiente utilizaba unas cartulinas con unos dibujos muy delicados y elegimos una que representaba un mosaico. Cuando terminó de rotularlo explicó a mi hijo que debía leerlo de derecha a izquierda y le señaló el lugar donde había escrito la fecha. Seguimos paseando por la ciudad y más adelante encontramos otro hombre dedicado a la misma tarea. Mi hijo cogió la cuartilla, se acercó a él y le pidió que le leyera lo que estaba escrito. El buen hombre pronunció su nombre y mi hijo respiró tranquilo: ahora tenía la certeza de lo que esos trazos representaban.
He recordado este incidente ahora que mi hijo ha cumplido diez años y disfruto con él de momentos dulces a la espera de que se acerque la tan temida adolescencia. Y es que sé que me va a costar entender ese periodo que yo nunca viví. Decía Tony Soprano, respondiendo a su mujer que le reprochaba no recordar que él también había sido adolescente, que su padre nunca habría consentido una cosa semejante. Y le entendí, porque en mi pueblo tampoco ese tipo de lujos estuvo a nuestro alcance. Pasábamos de niños a adultos, de un día para otro como si nada nos diera miedo, como si nada pudiera ir a peor.