lunes, abril 18, 2005




El ego de Mr. Peep se ha visto muy satisfecho tras su intervención del lunes pasado. Así que repite de nuevo.

Los lunes con Mr. Peep
Me estoy depilando la memoria. Tener muchas cosas que recordar puede resultar letal. Por eso de vez en cuando hago limpieza. En ésas estaba, entre axones y dendritas, cuando al tirar de un filamento, algo cartilaginoso ya, en una de las conexiones neuronales aparece un chaval pedaleando a toda velocidad por un camino de tierra que se empina. Lleva pantalones cortos y un jersey de lana reciclada. Tiene las mejillas rojas, por el esfuerzo y el frío. Parece una de esas engañosas y gélidas mañanas de invierno de luminosidad hiriente. Soy yo, tengo nueve años y, ahora, tanto tiempo después, si pudiera llorar, lloraría por ese instante de felicidad en estado puro que se esfuma de inmediato.
Es lo que tiene rebuscar en la memoria. Se lo digo a Bo, que tenga cuidado con los recuerdos, que están cargados, y ella sonríe, me pasa la mano por la cara, y cuando cierro los ojos, me besa y me dice al oído: «Lee esto».
Ahora la observo. Nada me fascina tanto como ser espectador privilegiado de vidas ajenas. Soy un voyeur. Ha escrito un
texto, me ha pedido que lo lea antes de enviarlo a un concurso que han abierto en un blog, quiere mi opinión. Relata una escena que hemos vivido juntos. Por qué querrá hablar de eso, me pregunto mientras leo.
Y recuerdo la noche, el aire de figurantes de peli de Almodóvar de la mayoría en aquel club destartalado y medio clandestino donde acabábamos de entrar. Hay algo de seriedad solemne en algunas caras, como de feligreses en una ceremonia religiosa; hay, también, una casi imperceptible crispación en otras. Al menos, la música no está demasiado alta, me digo, y enciendo el primer cigarrillo de la noche. Bo iba de negro riguroso, al parecer la etiqueta exigida en tales ambientes.
Bo lo publicó, relató lo ocurrido, haciéndolo pasar por ficción, pero fiel a lo que ocurrió en lo esencial. Una escena de la vida doméstica. Lo que queda es el roce de la pequeña fusta sobre la palma de la mano de Bo abierta, sus ojos que me miran, apartándose de los de él, la respiración acelerada, el restallido del cuero. Otro instante de felicidad.