Cuando impartía cursos a directivos tenía por costumbre estudiar el día anterior las características del grupo al que me iba a enfrentar: su formación, su edad, su perfil profesional, su procedencia. Una de las primeras veces me quedé preocupada con lo que encontré: mis alumnos tenían una media de cincuenta años. Pensé que iba a tener más problemas de los habituales, que ese colectivo se iba a mostrar reacio a aceptar a una chica joven como instructora.
Nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario. Con el tiempo aprendí que la gente de esa franja de edad era tremendamente generosa, facilitadora y cálida. También supe que los que no habían llegado a los treinta años solían ser gente viva y fresca y con muchas ganas. El problema estaba en los que iban de los treinta y pocos a los cuarenta y tantos: en ese franja sí se encontraban tipos conflictivos. Personas que se lamentaban de la empresa, de sus compañeros, de sus jefes, se quejaban de todo menos de ellos mismos y algunos disfrutaban intentando demostrar que sabían más que tú, que lo sabían todo, que no tenían nada que aprender, que sólo necesitaban que se les reconocieran sus méritos.
Ayer se lo contaba a Mr. Peep a la hora de la comida. Mientras se servía la ensalada me dijo: Es comprensible, en esa etapa de la vida es cuando se empiezan a encajar las frustraciones.