A los pocos meses de empezar a trabajar en el banco se incorporó una chica que lo único que tenía en común conmigo era la edad. Nuestras biografías eran diametralmente opuestas, ella procedía de una familia acomodada, con padre con chófer y finca en Toledo, y fue recibida en la oficina con uñas. Mientras a los que estábamos allí conseguir el puesto de trabajo nos había costado lo nuestro (en mi caso soportar tres años interna en distintas casas cuidando niños) a su padre sólo le costó levantar el teléfono.
Mi jefe me adelantó que difícilmente íbamos a entendernos, sin embargo, desde el primer momento nos miramos con simpatía. Empecé a tratarla y me di cuenta de que ella nunca había tenido mis problemas pero había tenido sus problemas, que para ella eran muy importantes. Escuchándola aprendí que era preferible batallar por hacerte un hueco que soportar a un padre que te llama puta. Y el acercarnos una a la otra sin apriorismos nos hizo querernos sin remedio y cubrir un hueco, el de la amiga del alma, que ambas teníamos vacante.
Me acordé de ella la pasada semana cuando más de uno se cargó a Adriana Domínguez llamándola pijita o niña mimada, simplemente porque su padre es famoso y tiene dinero. No me pareció justo.