lunes, marzo 28, 2005




Cuando inauguraron el hotel donde empecé mi vida laboral me llevé un terrible disgusto: decidieron ponerme de camarera de pisos en vez de comedor que es lo que yo ansiaba. A los habitaciones destinaban a las más mayores, a las más cortadas y también a las quinceañeras como yo: tenían miedo de que no aguantáramos la presión y nos condenaban a llevar una bata de cuadritos rosa en vez del pichi azul marino y la camisa blanca que lucían las otras.
El trabajo era tremendamente aburrido y solitario y, salvo probar todo tipo de perfumes, no había muchos más alicientes a lo largo de la jornada. Cuando tuve mi primera salida de clientes recogí varias novelas que los turistas habían dejado abandonadas en sus habitaciones. Por desgracia estaban escritas en inglés y no podía leerlas ni pasárselas a mis compañeros por lo que empecé a almacenarlas encima de los radiadores del pasillo y a informar a las entradas de que podían hacer uso de ellas. La iniciativa fue muy bien acogida y no sólo mis ejemplares volvían a su sitio sino que cada vez me dejaban más libros, por lo que a los dos meses ya tenía cuatro radiadores completos. Cuando inauguré el quinto radiador decidí ordenarlos: los libros de bolsillo en el radiador del fondo, los de tapa dura en el siguiente, los muy gordos en el que estaba enfrente de la 416, los dorados y plateados en el radiador que había junto a la escalera... Además, les puse unas etiquetas con la leyenda "Hotel Helios-Planta 4ª" para tenerlos identificados.
Una mañana me llamaron al despacho de dirección, la gobernanta me adelantó que mi servicio de préstamo de libros había llegado a oídos del director y que quería hablar conmigo. Entré temblando y le expliqué, casi antes de que me preguntara, que lo hacía porque me daban pena esos libros abandonados y era incapaz de tirarlos a la basura. Me dijo que me tranquilizara, que me había llamado para felicitarme, y no para echarme una bronca, y que le pidiera lo que quisiese. No tuve ninguna duda a la hora de pedir, sabía bien lo que quería.
Pasé esa noche aprendiéndome los nombres de las comidas en inglés y al día siguiente envié a la lavandería la infame bata y aparecí en el comedor con mi vestido a media pierna, las mangas de mi camisa remangadas hasta el codo y mis zapatos de medio tacón. Mi vida laboral después de eso ha dado muchos tumbos pero nunca he saboreado tanto un ascenso como disfruté ese primer logro.