jueves, enero 06, 2005




Una tarde del verano pasado alguien me contaba su primer encuentro con una persona que había conocido en la red. Me sorprendió que me dijera que no tuvo problemas en reconocerla (se habían cruzado ambos decenas de fotos) y más aún que me confesara que habían hablado tantas horas por messenger, e incluso por teléfono, que curiosamente casi lo sabían todo el uno sobre el otro. Esperaba descubrir en esa narración algún punto de encuentro con lo que fue mi cita a ciegas con el que ahora es mi marido pero me di cuenta de que la brecha que han abierto las nuevas tecnologías es aún más abismal de lo que a veces imaginamos.
Mi cita a ciegas la viví un sábado por la tarde del mes de julio. Sólo sabía de él que le gustaba "el blues, Visconti, los colores cálidos y divagar sobre casi todo" y había escuchado su voz sólo los minutos suficientes para acordar el dia, la hora y el sitio en que nos encontraríamos. Su tono de voz bastó para decidirme a proponerle mi casa como lugar de la cita. La ventaja de jugar en mi propio campo pudo más que la prudencia que ese tipo de situaciones parecen exigir.
Lo primero que me sorprendió al abrir la puerta fue que no acusara excesivamente el esfuerzo de subir a un cuarto sin ascensor y lo segundo descubrir que no estaba nada mal, pero que nada mal. Tomamos cerveza, oímos a Serrat (era lo único decente que podía ofrecerle) y charlamos con ganas. Después, como vivía muy cerca, fuimos dando un paseo hasta su casa y ahí recibí el toque de gracia: había conseguido crear un espacio tan atractivo y personal que la fascinación que ya había empezado a ejercer sobre mí acabó desbordándose. Cuando a las doce de la noche me acompañó de vuelta a mi casa aún no nos habíamos rozado siquiera, pero esperando un semáforo en la glorieta de San Bernardo se volvió hacía mí y me atrajo hacia él. Pensé que era un beso de despedida pero ese contacto se demoró y no nos separamos hasta cinco horas después.
Al día siguiente era domingo y me desperté casi a la una de la tarde. Bajé a la calle y sin proponérmelo mis pasos me llevaron hacia la puerta de su casa. Necesitaba pruebas. Mirando el portal desde la acera de enfrente tuve por primera vez la certeza de que lo ocurrido la noche anterior no había sido un sueño.