viernes, enero 21, 2005




Las mujeres de mi pueblo siempre han cantado mucho. No era un canturrear sin ton ni son. Nada de eso. Se sabían las canciones al pie de la letra y las interpretaban desde el inicio al final procurando no dejarse ninguna estrofa en el camino. Cantaban mientras trabajaban en el campo o mientras barrían los corrales. En ocasiones, si entrabas en una casa y encontrabas a una tía tuya en plena actuación te daba como no sé qué interrumpirla y te quedabas quieta en la puerta esperando a que terminara, antes de pedirle la taza de azúcar que te había encargado tu madre. No tenían un repertorio muy amplio, por lo que oí cientos de veces que Penélope se sienta en un banco en el andén o que el abuelo fue picador allá en la mina.
Una de mís tías tenía especial querencia por las canciones de Serrat, cantaba una tras otra sin descanso, aunque había una de ellas que se le resistía. A mi tía siempre le gustó saber lo que cantaba y eso de utilizar palabras que no entendía la sacaba de quicio. Por eso, cuando se aprendió No hago otra cosa que pensar en ti aceleraba el ritmo cuando tenía que decir "pero hoy las musas han pasao de mí, estarán de vacaciones". ¿Y qué puñetas serían las musas pensaba mi tía? No se le ocurrió otra cosa que preguntar al empleado de la Caja Rural de mi pueblo. El muchacho, muy resuelto, le dijo que las musas eran como una especie de ratas. Mi tía volvió a su casa y se puso a cantar la canción, y cuando llegó a la palabrita de marras cambió musas por ratas pero el resultado no le gustó nada. Eso no tenía sentido, me dijo, cuando meses después me lo contó y le hablé del encanto de las musas.
Salvado ese pequeño escollo mi tía siguió cantando. Eso sí, canceló la cuenta que tenía en la Caja. No le hacía ninguna gracia que alguien con tanto arrojo e imaginación le gestionara sus ahorros.