martes, enero 11, 2005




La otra tarde salí a pasear. Pensaba terminar a las puertas de El Corte Inglés, pero a mitad de camino descubrí el pequeño cementerio de Canillas y cambié los mostradores luminosos por tumbas decimonónicas.
Esa extraña asociación me trajo a la memoria algo que Maruja Torres contaba hace años en El País Semanal. Decía que una amiga suya había dispuesto que cuando muriera quería ser incinerada y que sus cenizas las esparcieran en El Corte Inglés, que era el lugar donde había pasado los mejores momentos de su vida.
Me imagino al cortejo fúnebre dirigiéndose con la urna al centro comercial de Castellana y esparciendo discretamente una porción de cenizas en la sección de perfumería, en el supermercado, en la peluquería, en la planta de oportunidades, en los probadores de la boutique de señoras, en la zona de complementos... ante la mirada atónita de clientes y trabajadores que quizás pensaran que se trataba del último reclamo publicitario de estos grandes almacenes. Si han sido capaces de adelantar la primavera, de alargar la Navidad, de descubrirnos la importancia social del regalo y de hacernos sentir enamorados un triste día de febrero, nada les impide ser los primeros en vendernos que polvo somos. Sólo hace falta que descubran que la muerte también es rentable.