sábado, enero 08, 2005




En mi pueblo siempre ha habido una reserva de solteros. En cada quinta dos o tres jóvenes solían quedarse descolgados y no conseguían emparejarse. Mi primo Juan fue uno de ellos. Intentó, cuando aún había oportunidades, varios acercamientos a chicas de su edad pero ninguno fructificó. Volvió a insistir con la hornada siguiente, tres o cuatro años menores que él, pero siempre se sentía desplazado y no consiguió resultarle atractivo a ninguna chica. Poco a poco empezó a instalársele un destello de tristeza en la mirada y a medida que pasaban los años intuía que pronto le llamarían lo que llaman en mi pueblo a los que carecen de futuro: mozo viejo.
Por fin, cuando la familia había perdido la esperanza de recogerlo, apareció una mañana contando que se había echado novia formal en el pueblo de al lado. Que fuera forastera le daba un atractivo especial a mi futura prima, y al ser de un pueblo más grande mi tía se imaginó a una señorita más refinada que las del lugar y empezó a insistir a mi primo para que la trajera a casa. No sé habló mucho de esa visita. Sólo trascendió el comentario que le hizo mi tía a su marido cuando los enamorados se despidieron. Dicen que mi tía le confesó que ese día había entendido eso de que el amor es ciego. Qué habría podido ver su hijo en una mujer tan sin sustancia, se lamentó. Te ha visto a ti, le contestó su marido. Y tenía razón.