miércoles, enero 19, 2005




El otro día leí una noticia escalofriante: un violonchelista palestino que cruzaba la frontera, fue retenido y obligado a tocar durante unos minutos para solaz de los policías israelíes que vigilaban el puesto.
Esa noticia me trajo a la memoria mi viaje de regreso de Turquía a Grecia. Iba a bordo de un autobús de línea donde solamente cinco o seis de los ocupantes éramos extranjeros. Al llegar a la frontera nos hicieron bajar a todos, vaciaron el autobús y no dejaron un rincón sin escudriñar. Eran las tres de la mañana y en aquel descampado hacia un frío insoportable. La imagen de todos los pasajeros aguantando de pie a la intemperie y las decenas de bultos amontonados en el suelo junto al autobús resultaba de un patetismo difícil de olvidar. Vaciaron una a una, y a la vista de todos, las maletas de los viajeros turcos. Se les notaba atemorizados, y ese pavor es el que les llevaba a facilitar la labor a los guardias, abriendo cremalleras y poniéndose de rodillas en el suelo para ir recogiendo con rapidez sus pertenencias que, sin ningún miramiento, los diligentes funcionarios habían desparramado por el suelo. La tarea les llevó más de dos horas y cuando concluyeron nos hicieron subir con un gesto expeditivo y continuar el viaje. No habíamos hecho más que arrancar cuando unos culatazos en la parte trasera obligaron al conductor a detener de nuevo el autobús. Tres policías subieron pistola en mano y cuando los extranjeros ya habíamos sacado de nuevo los pasaportes nos dimos cuenta de que lo que querían era tabaco. Decenas de manos se abalanzaron a ofrecérselo mientras uno de los policías nos miraba con un gesto que buscaba ser cómplice, como haciéndonos ver que en el fondo a esa gente les gustaba arrastrarse delante de ellos.
Cuando por fin emprendimos la marcha todos suspiraron aliviados aunque se notaba que seguían teniendo el miedo dentro del cuerpo. Si me hubiera dejado llevar hubiera llorado de rabia.