viernes, enero 14, 2005




Cuando leí la novela de Canetti, Auto de fe, ya desde las primeras páginas me temí lo peor. El protagonista, que siente una pasión desquiciada por los libros, contrata a una señora para que mantenga su biblioteca siempre impoluta. La mujer le pide prestado un libro y se pone unos guantes de cabritilla para no estropear el ejemplar al leerlo, gesto que enternece al buen hombre y que a mí me hizo ponerme en guardia. Tanta profilaxis no dejaba de darme repelús. Y no me equivoqué, resultó ser una víbora que lo llevó primero a la vicaría y que al final de la novela fue la responsable de que ardiera la biblioteca con su incauto dueño dentro.
Y si sentí esa prevención ante el gesto de los guantes es porque siempre he desconfiado de la gente que forra los libros. Privarse del placer de tocar el papel que lo contiene, ya sea mate o brillo, ver la portada cada vez que lo cierras, releer la contraportada, ver la foto del autor, y sobre todo negarte la posibilidad de acariciar el libro sin intermediarios es algo que jamás he entendido. En dos palabras, es como usar preservativo cuando puedes hacerlo a pelo.