lunes, enero 17, 2005




Amalia nunca supo decir que no. Cuando acabó la escuela se fue, contra su voluntad, a trabajar con su padre a la labranza que tenían a diez kilómetros del pueblo. Sólo volvían un domingo de cada dos montados en la burra y mientras su padre canturreaba, a ella se la veía con la mirada perdida. Siempre fue una chica tímida pero desde que se fue a la labranza caminaba con la cabeza gacha como quién tiene un secreto inconfensable que ocultar. Empezó a quedarse sin amigas y, aunque siguió frecuentando el salón de baile, se limitaba a sentarse en un banco a mirar y a seguir el ritmo de la música con el pie. Era lo que en mi pueblo llaman una pavisosa y que fuera de allí podría haber sido una chica dulce y delicada.
Amalia tenía una hermana más joven que ella, Elena, que aún estaba en la escuela y por la que sentía verdadera adoración. Era una cría alegre de pelo rubio y Amalia disfrutaba peinándole su larga melena y se demoraba haciéndole todo tipo de coletas y trenzas los domingos que bajaba al pueblo. El día que Elena dejó la escuela su padre decidió que a partir de ese momento Amalia debería quedarse con la madre en el pueblo y Elena irse con él a la labranza. El grito que lanzó Amalia al enterarse de la noticia se oyó en todos los corrales. Cuando los vecinos alarmados fueron a ver qué pasaba se encontraron a Amalia de rodillas delante de su madre, rogándole entre lágrimas que no lo consintiera, que lo que su padre había hecho con ella ya era suficiente, que le mataría antes de que pusiera una mano encima de su hermana, antes de que la metiera en su cama como había hecho con ella desde la primera noche. La madre apoyada en la pared y a punto de derrumbarse sólo acertaba a decir: "Cállate, muchacha, cállate, que se va a enterar todo el pueblo".
Amalia calló y todo el pueblo calló. Elena se marchó a los pocos días a trabajar a Madrid, y a Amalia no se la volvió a ver por la calle. Se encerró en su casa y durante años no salió ni para ir a misa. La semana pasada bajó al mercadillo por primera vez en muchos años y se detuvo delante de la casa de mis padres para admirar los hermosos cactus que mi madre cultiva en las ventanas. Y dice mi madre que vio en su cara algo parecido a una sonrisa.