sábado, enero 01, 2005




Acabo de volver a Madrid y tengo los ojos asombrosamente abiertos. Durante días los he acostumbrado a no perderse ningún detalle, a mirar arriba y abajo, a otear por puertas y ventanas, a observar lo que en mi ciudad me resulta irrelevante, a descubrir encuadres insólitos, a escrutar los gestos de la gente, a detenerse en los puestos callejeros, a abrirse desmesuradamente o a entrecerrarse emocionados.

Me deberían doler de tanto esfuerzo, pero en vez de eso tengo la sensación de que me piden más. Hasta el jardín de mi casa lo miran como si no lo conocieran y sonríen a los vecinos como si fuera la primera vez. Mañana a primera hora me iré a una librería, me compraré una guía de Madrid y me echaré a la calle. No le veo otra solución.