domingo, diciembre 19, 2004




Uno de mis primeros novios era un hombre tranquilo, reposado y de gustos refinados. Me atraía su serenidad y en algún sitio escribí, por entonces, que me gustaría que fuera el padre de mis hijos. Solíamos encontrarnos los fines de semana. El viernes por la tarde se venía a mi buhardilla y pasábamos horas y horas cocinando, charlando y acariciándonos. Un día a la hora de comer me propuso que nos sentáramos a la mesa desnudos. Al principio me mostré renuente pero insistió y accedí a hacerlo. Pusimos la mesa con más mimo que de costumbre: un mantel impoluto, unas violetas africanas en el centro, unas velas flotando en un cuenco de agua y varios platitos con aperitivos. Y corrimos las cortinas. El abigarramiento de la mesa acentuó nuestra desnudez cuando nos sentamos a comer.
Le sugerí dejar a un lado el vino y tomar champán desde el inicio y así lo hicimos. Durante toda la comida no me tocó en ningún momento, ni siquiera cuando me levanté para traer un salero y pasé casi rozándole, ni cuando esquivó uno de mis pies que se aventuró por debajo de la mesa para ir a su encuentro. Sin embargo, a medida que se acercaba el momento del postre los ojos le brillaban cada vez más y el deseo se le adivinaba en la mirada. A esas alturas me encontraba muy cómoda y disfrutaba de ese juego. Así que llené mi copa de champán hasta el borde y la acerqué a los labios sin abrir la boca. El líquido empezó a resbalar muy despacio por mi barbilla, por mi cuello y para cuando llegó a mis pechos ya había una boca y una lengua dispuestas a impedir que siguiera su camino descendente.
Lo que yo no sabía entonces es que ese iba a ser el último fin de semana que pasáramos juntos.