miércoles, diciembre 01, 2004




Los Reyes Magos nunca fueron muy generosos con los niños de mi pueblo. Bien es cierto que no había por costumbre escribirles cartas, pero esa desinformación no creo que justificara su cicatería a la hora de sorprendernos la noche de Reyes. Tampoco les poníamos dulces ni copas de licor, ni agua y comida para sus camellos, pero unas majestades de esa categoría deberían haber estado por encima de esas menudencias. Poníamos los zapatos y esperábamos.
A la mañana siguiente solíamos encontrar una bolsa de plástico con chucherías y, excepcionalmente, algún regalo no comestible. A mi primo Hilario los Reyes le trajeron un año una pelota. Era de goma de color azul con puntitos y con estrellas de color rojo. No se separaba de la pelota ni de día ni de noche y con tanto trasiego a mediados de enero la perdió. Al año siguiente los Reyes, que no eran generosos pero si detallistas, volvieron a traerle una pelota idéntica: el mismo color, los mismos puntitos y las mismas estrellas. Y como el año anterior antes de que concluyera enero la pelota se había extraviado. Y así durante dos años más, hasta que mi primo cumplió ocho años y mi tía le confesó que los Reyes no eran los Reyes. Lo que nunca le confesó es que la pelota siempre fue la misma.